El Brasil de Bolsonaro: sin orden ni progreso

20 junio, 2019 • Latinoamérica, Opinión, Portada • Vistas: 9390

Tomado de la cuenta de Twitter @Annarantes7

Matias Mongan

Junio 2019

Durante la campaña electoral, Jair Bolsonaro amplió las bases de su discurso para conseguir el respaldo de una vasta cantidad de sectores sociales que estaban desencantados por la crisis económica y los escándalos de corrupción en Brasil. Sin embargo, tras sus primeros 100 días de gobierno, el Presidente defraudó las expectativas de cambio y solo se limitó a llevar adelante «gestos simbólicos» orientados a contentar a sus seguidores más radicalizados. La incapacidad de Bolsonaro para generar consensos y cristalizar políticas concretas contribuyó a la rápida dilapidación de su capital político y sumergió a su gobierno en una incipiente crisis institucional que amenaza con comprometer el futuro de su gobierno.

En consonancia con el paradigma ideacional, podemos entender al populismo como «una ideología delgada que considera que la sociedad se divide, en última instancia, en dos grupos homogéneos y antagónicos: la gente pura y la élite corrupta». El populismo también argumenta que la política debería ser una expresión de la voluntad general de la gente, afirma el politólogo Cas Mudde. Al tratarse de una ideología de alcance limitado y que solo plantea un conjunto de directrices comunes, el politólogo Michael Freeden hace hincapié en que suele expresarse de forma conjunta junto a otras ideologías más «gruesas» -como, por ejemplo, el nacionalismo, el liberalismo y el socialismo- que a la postre definirían los objetivos perseguidos por las distintas plataformas políticas. Si analizamos el discurso populista de derecha utilizado por el Presidente brasileño, rápidamente podemos detectar la presencia de dos elementos claves: el nativismo y el autoritarismo. El primero, según Mudde, debe ser entendido como «un andamiaje ideológico que plantea que los Estados solo deben estar habitados exclusivamente por miembros de un grupo nativo -la nación- y que aquellos elementos no nacidos en ese lugar (personas e ideas) son fundamentalmente una amenaza para la conformación de un Estado-nación homogéneo».

El mandatario también se caracteriza por poseer una clara visión autoritaria de la democracia, en la cual el Estado es concebido como una herramienta para imponer un programa político securitario que se considera beneficioso para el interés nacional y no tanto como un generador de derechos y capacidades como entiende el liberalismo. Lo que permitiría es encuadrar su gobierno en los modelos de «autoritarismo competitivo» descritos por Steven Levitsky y Lucan A. Wayen (2004). Los líderes populistas suelen hacer un uso estratégico de estas ideologías «gruesas», o sea que su utilización varía de acuerdo con los distintos contextos y a lo que se considera como más conveniente para llegar al poder. Esta lógica llevó a que Bolsonaro, por ejemplo, decidiera antes de la campaña electoral dejar a un lado su perfil nacionalista, que lo caracterizó en su época como congresista, para abrazar con fervor al neoliberalismo; ya que consideraba que esa era la forma más fácil de conseguir el respaldo del mercado y de despejar las dudas que existían en las élites brasileñas sobre su candidatura. A la postre, esta estrategia le terminó resultando exitosa. El problema es que ahora debe cumplir con sus promesas de reactivar la economía, algo que está aún lejos de poder lograr.

Una muestra de esto es que la mayor banca privada de Brasil, Itaú-Unibanco, recientemente bajó de 2% a 1.3% el crecimiento para 2019, tras observar un debilitamiento de la producción y una caída menor de lo esperado del desempleo, el cual actualmente alcanza al 12.4% de la población económicamente activa. La principal apuesta de Bolsonaro para reactivar la alicaída economía es una ambiciosa reforma del sistema de pensiones que aumenta la edad jubilatoria en el país, la cual pasaría a ser de 62 años para las mujeres y 65 años para los hombres. Por medio de esta iniciativa, el mandatario prevé ahorrar alrededor de 311 000 millones de dólares en los próximos 10 años y así poder recortar el creciente déficit fiscal, el cual en 2018 alcanzó el 7.09% del PIB, en gran parte como consecuencia del «colapso» del actual sistema jubilatorio. Pero para poder aprobar este proyecto, que genera rechazos en buena parte de la población, el Presidente necesita establecer alianzas en un Congreso atomizado, en donde el oficialismo solo posee 52 de 513 bancas en la Cámara de Diputados y 4 de 81 escaños en el Senado.

Bolsonaro se ha mostrado reacio a todo tipo de acercamiento con otras fuerzas políticas y a ofrecer espacios institucionales a cambio del apoyo a sus demandas.

Por el momento, el mandatario se ha mostrado reacio a todo tipo de acercamiento con otras fuerzas políticas y a ofrecer espacios institucionales a cambio del apoyo a sus demandas, lo que popularmente se conoce como «toma y daca», una práctica de la «vieja política» que Bolsonaro prometió eliminar durante la campaña electoral. El jefe de Estado no solo no parece interesado en generar consensos multipartidarios que garanticen la aprobación de las leyes que necesita su gobierno, sino que tanto él como su familia también han generado una serie de conflictos con aliados claves como, por ejemplo, el Presidente de la Cámara de Diputados, Rodrigo Maia, lo que podría comprometer aún más la gobernanza. «Entonces, vamos a parar de bromas y vamos a tratar actuar forma seria. Brasil necesita un gobierno funcionando, la gente necesita que el gobierno de Bolsonaro funcione. La gente necesita que el gobierno de Bolsonaro reduzca el desempleo. Si la gente sigue perdiendo tiempo con esas discusiones secundarias vamos a seguir mandando a Brasil hacia atrás. Es hora de que Brasil vaya adelante», aseguró tajantemente el parlamentario, quien en reiteradas ocasiones mostró su desacuerdo con las políticas implementadas desde el ejecutivo y con la excesiva incidencia de los hijos de Bolsonaro en el proceso de toma de decisiones del gobierno.

Ante esta situación no es de extrañar que Bolsonaro sea el Presidente con menor imagen positiva desde el regreso de la democracia luego de sus primeros 3 meses de gobierno, tal como se concluye en la encuesta realizada por Datafolha a comienzos de abril de 2019, donde se evidencia que el 30% de los brasileños considera su mandato como «malo o pésimo».

Radicalización discursiva para disimular la falta de resultados

Para revertir este difícil escenario, el Presidente retomó su discurso polarizante que lo caracterizó durante la campaña electoral y sancionó una serie de iniciativas securitarias orientadas a contentar a su núcleo electoral base, el cual demanda la implementación de políticas de «mano dura» para poner fin a los niveles de violencia presentes en Brasil. En este sentido se entienden el decreto para flexibilizar el uso de armas de fuego y la propuesta de reforma del Código Penal presentada por el Ministro de Justicia, Sergio Moro, que amplía el concepto de legítima defensa para todos aquellos policías que maten criminales para prevenir una agresión o cuando haya rehenes, y cuyo accionar se considere producto del «miedo, la sorpresa o la emoción violenta» (cumplimentando así con la promesa del Presidente de brindar una «retaguardia jurídica» a los oficiales que maten narcotraficantes). «No se está dando ninguna licencia para matar. Quien afirma esto está equivocado, no leyó el proyecto. En realidad, establece la legítima defensa a una situación de conflicto armado o en un riesgo inminente. Creo que el policía no tiene que esperar a recibir un tiro para reaccionar, lo que no significa que se esté autorizando a cometer homicidios indiscriminadamente», afirmó Moro.

Habrá que ver qué impacto tendrán estas iniciativas en un país como Brasil, donde la violencia está totalmente extendida e internalizada en la sociedad, a tal punto que en 2017 fueron asesinadas 63 880 personas según datos brindados por el Foro Brasileño de Seguridad Pública. A pesar de que la mayoría de las muertes se produjeron como consecuencia de las luchas por el territorio entre grupos criminales organizados, el organismo registró un incremento del 20% en la cantidad de muertos generados por la policía en comparación con 2016, la cual sería responsable de 5144 casos. Mientras los seguidores de Bolsonaro creen que armando a la población y dando más poder a la policía se va a solucionar el problema del narcotráfico, la oposición y las organismos de derechos humanos temen que las nuevas políticas incrementen la violencia institucional y aumenten el poder de las «milicias» -bandas organizadas de expolicías que nacieron como una suerte de autodefensa popular contra el narco y que ahora controlan una parte importante de los barrios periféricos, principalmente en Río de Janeiro, donde practican la extorsión y promueven alianzas políticas para fortalecer sus intereses-. Según la justicia, estos grupos por ejemplo, habrían sido los responsables del asesinato en marzo de 2018 de la Concejal del Partido Socialismo y Libertad, Marielle Franco, un caso cuyas ramificaciones políticas amenazan al propio clan de Bolsonaro.

Paralelamente a que el senador Flavio Bolsonaro rechaza tener algún tipo de vínculo con las «milicias» y se escuda en sus fueros parlamentarios para desactivar las denuncias de corrupción que pesan en su contra, su padre profundiza su demagogia autoritaria y concentra sus esfuerzos en el plano internacional con el fin de presentar noticias «positivas» que mejoren su alicaída imagen popular y que le permitan recuperar la iniciativa política a su gobierno. En consonancia con su perfil ajeno al sistema que viene a romper con las prácticas de la «vieja política», durante sus primeros 100 días en el poder, Bolsonaro impulsó una política externa fuertemente ideologizada a la que podríamos encuadrar dentro del paradigma «estadounidense» (Soares de Lima, 1994), por medio de la cual dejó en claro su intención de someter a su país a los intereses de Estados Unidos y del líder político a quien más admira y le gusta imitar: Donald Trump. A tal extremo llega el deseo del exmilitar de convertir a Brasil en un «Estado pivote» que garantice los intereses de Estados Unidos en Sudamérica, que barajó la posibilidad de abrir una base militar estadounidense en territorio brasileño, una decisión que quedó trunca como consecuencia del rechazo del sector militar de su gobierno que mira con recelo la decisión de dejar un lado la prédica autonomista que caracterizó a Itamaraty durante los últimos 120 años (incluido en la mayor parte de la dictadura militar).

Bolsonaro minimiza la importancia de la política exterior y la considera como una herramienta netamente instrumental orientada a beneficiar el plano interno.

A diferencia de los gobiernos anteriores, que hacían hincapié en la diversificación diplomática y comercial para incrementar la capacidad decisoria de Brasil a nivel internacional, el nuevo gobierno priorizó los vínculos con aquellos países que considera afines a sus lineamientos ideológicos conservadores: Estados Unidos, Hungría, Israel, Italia, entre otros. Pero más allá de su intención de presentarse como el principal exponente de la lucha contra el «marxismo cultural» y de profundizar el cambio sistémico impulsado por Trump y los demás referentes populistas de derecha, la realpolitik muchas veces se terminó imponiendo y Bolsonaro tuvo que dar marcha atrás en muchos de sus exabruptos. Así, por ejemplo, parecen haber quedado en el pasado sus críticas realizadas en la campaña electoral en contra de China, ya que el mandatario es consciente de que no puede permitirse poner en riesgo la relación bilateral con el principal socio comercial de su país y destino de alrededor del 27% de las exportaciones. Algo similar ocurrió con los intentos de abandonar el Acuerdo de París sobre el cambio climático o de mover la embajada brasileña a Jerusalén, propuestas de las que finalmente parece haber desistido debido al impacto económico que estas podían generar sobre el sector agropecuario.

En contraposición a Luiz Inácio Lula da Silva, quien tenía una clara vocación internacionalista que buscaba consolidar la imagen de Brasil como potencia emergente de alcance mundial, Bolsonaro minimiza la importancia de la política exterior y la considera como una herramienta netamente instrumental orientada a beneficiar el plano interno. En este sentido, habría que preguntarse hasta qué punto resulta funcional promover políticas económicas ultraliberales en un escenario internacional como el actual, en donde las principales potencias occidentales están aumentando los aranceles e impulsando políticas proteccionistas para proteger sus aparatos productivos en gran parte como consecuencia de las demandas impulsadas por los movimientos populistas de derecha. Por ello, podríamos preguntarnos si no sería más conveniente para los intereses del gobierno impulsar políticas «desglobalizadoras» (siguiendo así el ejemplo de Trump y Matteo Salvini) para cosechar el respaldo de los «perdedores de la globalización» y así responder a los deseos de cambio de una parte importante de la población que apostó por Bolsonaro con la esperanza de que ponga fin a una crisis económica estructural que los programas neoliberales implementados por las gestiones de Dilma Rousseff y Michel Temer estuvieron lejos de poder solucionar. Pero para llevar adelante este giro el Presidente debería estar dispuesto a deshacerse de su «superministro» de Economía, Paolo Guedes, lo que podría poner en riesgo el respaldo de los mercados a su gobierno.

A pesar del fracaso de las recetas neoliberales en Brasil, el Presidente insiste en promover el libre comercio, pero con ciertos matices. Al igual que Trump muestra su predisposición por los acuerdos bilaterales por sobre los multilaterales para tratar de controlar las asimetrías en la interdependencia y así asegurarse de «sacar provecho» de los vínculos comerciales. En caso de no poder conseguir acuerdos provechosos que mejoren el desempeño de la economía, Bolsonaro puede verse tentado a radicalizar aún más su discurso y a exacerbar sus propuestas nativistas que avasallan los derechos de las minorías con tal de aumentar sus niveles de consenso. Pero luego de sus primeros 100 días en el poder, el mandatario ya se dio cuenta de que los costos de hacer populismo en la oposición no son los mismos que cuando uno está en gobierno, ya que si exacerba demasiado su perfil xenófobo puede incrementar no solo la desconfianza de aquellos países que miran con recelo su deriva autoritaria (como por ejemplo Francia) sino que también puede perjudicar todo intento de construir una gobernanza eficaz que permita poner fin al caos en el que parece sumergido su gobierno.

MATÍAS MONGAN es licenciado en Comunicación Social y maestro en Relaciones Internacionales por la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Es doctorando en Derecho, Gobierno y Políticas Públicas en la Universidad Autónoma de Madrid (UAM). Ha trabajado en distintos medios periodísticos, tanto escritos como radiofónicos. Sígalo en Twitter en @matiasmonganm.

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