Kissinger, Olloqui y sus espejos en México

18 diciembre, 2023 • Artículos, Asuntos globales, Latinoamérica, Norteamérica, Portada • Vistas: 4298

El Universal-INAH

logo fal N eneHoracio Saavedra

Diciembre 2023

Una nota de Henry Kissinger apareció en mis manos en la biblioteca de José Juan de Olloqui: “Meet you at lunch. Henry” (Te veo en la comida. Henry). Esa deferencia de uno de los personajes más influyentes del siglo XX al diplomático mexicano habla de un reflejo que vemos en pocas personalidades y mentes mexicanas.

Tanto el autor de Diplomacia (1994) como el de La diplomacia total (1994) fueron personajes que hubieran preferido vivir en otra época y quizá ser representantes de países distintos a Estados Unidos y México. A diferencia de lo que se piensa, al Exsecretario de Estado no le causaba un “clímax intelectual” el representar a la superpotencia. “A Kissinger le hubiera gustado vivir en otro tiempo y haber negociado la paz con Italia, no la cosas que le encargaban en la Casa Blanca, por eso se llevaba conmigo”, me comentó Olloqui.

El nacido en Fürth, Alemania, nunca ocultó su admiración por los grandes conciertos europeos y en especial el Congreso de Viena. Ahí le hubiera gustado estar, dibujando el mapa de Europa tras las guerras napoleónicas. Ahí hubiera disfrutado negociar, con los pocos dignatarios que él podría venerar: Metternich, Talleyrand, Castlereagh y quizá Humboldt (Wilhelm no Alexander). Desde la redacción de El mundo restaurado (1954), la tesis doctoral de Kissinger, muestra su devoción por la diplomacia europea clásica y sus próceres. Esta publicación revela además su respeto por la historia y su deseo de trascender. Desnuda la banalidad y la simpleza que Kissinger encontraba en los tiempos modernos.

A Olloqui también le seducían más las definiciones del siglo XIX que las trivialidades del XX. A él le hubiera gustado asesorar a Agustín de Iturbide para asegurar la grandeza del territorio mexicano. Hubiera paladeado acercar a Benito Juárez con Prusia para frenar a la Francia de Napoleón III y a Maximiliano de Habsburgo, consultoría que parece nadie le brindó al jurista de Guelatao.

Para lamento de ambos diplomáticos, les tocó coincidir en un Washington inmerso en la contracultura de la década de 1970, el movimiento hippie y los descalabros de la intervención de Estados Unidos en Vietnam. El tablero mundial y la mayoría de los nuevos Estados ya se habían definido, después de la Primera y la Segunda Guerra Mundial. La Guerra Fría lucía interesante, pero demasiado gris en relación al luminoso siglo de las utopías. Además, la asimetría entre Estados Unidos y México era ya muy grande, por lo que una disputa de fuerza ya no tendría sentido.

Las gestiones de Kissinger

Los dos estrategas transpiraron el humor de Washington y son conocidos principalmente por sus hazañas en la capital estadounidense, en la nueva Roma. Kissinger es la referencia obligada de una diplomacia pragmática para el mundo bipolar, una receta para superar una política exterior impregnada de ideología. Después de que Richard Nixon lo nombró Consejero de Seguridad Nacional se convirtió en el asesor indispensable y racional que puso al lado el anticomunismo, cuando era necesario. Actuó de manera similar con los dogmas del lobby judío, el caso de Israel y con la exportación de la democracia.

Entre los logros más sabidos del profesor de Harvard está la distención con el bloque socialista y el acercamiento a China. La receta era tratar con todos los líderes y negociar con todos los países, no aburrirlos con propaganda “proyanqui”. Eso fue efectivo con soviéticos, chinos y con los países árabes. Kissinger enseñó al público estadounidense que siempre se puede ganar, pero que hasta los poderes nucleares tienen que ceder.

En 1973 recibió el premio Nobel de la Paz por reducir las tensiones que pudieron conducir a una tercera guerra mundial y por gestionar el Acuerdo de París, con un cese al fuego en la guerra de Vietnam y la retirada del ejército estadounidense. Este reconocimiento no le quitó, ni hasta su reciente muerte, que fuera criticado por pactar en nombre de Estados Unidos con tiranos y dictaduras, de las que resaltan Argentina, Chile y Uruguay.

El estilo Olloqui

José Juan fue quizá uno de los últimos gigantes diplomáticos de México, a los que se les enviaba como quijotes a tratar con los imperios mundiales. Desde Matías Romero hasta Emilio Rabasa, los embajadores mexicanos en Washington ostentaban un halo heroico para defender la soberanía y el territorio nacional. Olloqui cerró ese ciclo de representantes nacionalistas mexicanos en la Casa Blanca y anunció la globalización; fue el único que pudo combinar el pragmatismo de la relación económica con Estados Unidos con la promoción de la grandeza cultural mexicana, que ocupaba al civismo de la década de 1970 y, en especial, a sus presidentes (con lo vociferante de Luis Echeverría).

Fue pionero en decir abiertamente las ventajas geopolíticas de la relación Estados Unidos-México en una escala universal. Fue el primero en plantearlo en un lenguaje de iguales, de socios, incluso superando la narrativa de acercamiento estadounidense de los oaxaqueños Juárez y Díaz. A Olloqui lo podían tratar de tú, desde Kissinger, el Presidente de Estados Unidos o la reina Isabel de Inglaterra. Hablaba como si estuviera representado a una potencia con recursos, no una excolonia con problemas de educación que va a pedir subsidios o dádivas.

A diferencia de Kissinger, Olloqui no solo pensaba como un estadista europeo del siglo XIX, sino que se movía y se comportaba como ellos; leía y discutía como si estuviera en Versalles. Esto fue un valioso recurso para una diplomacia con poco presupuesto y poca proyección de poder, como la mexicana.

De Diplomacia a La diplomacia total

Henry, por su lado, siempre fue un obsesionado en el estudio del poder del orbe, pero omitiendo regiones y tiempos que no comprendía o no tenía tiempo para hacerlo, lo que se plasma en sus escritos. Diplomacia, de Kissinger, es una obra extensa que baraja un oficio geopolítico con un sentido progresista de la historia. De los pocos defectos que se le puede encontrar a este gran ensayo didáctico sobre las relaciones internacionales es un dejo de anglocentrismo. Aquel, cuando la literatura británica ubicaba los acomodos mundiales relevantes a partir siglo XVII y donde los principales protagonistas son ingleses y franceses.

Poco espacio se da a la diplomacia española, al nacimiento del Derecho Internacional con Francisco de Vitoria o Francisco Suárez, mucho menos a Cristóbal Colón, como naturalizado español que redefine la historia o al realismo político del Duque de Alba. Falta lo básico para un realista: explicar el Imperio donde no se ponía el sol, que tenía sendas posesiones en Italia, el Mediterráneo, América, Asia y pasos asegurados en África. Esa costumbre de los académicos estadounidenses de comparar a Estados Unidos con Roma o el Imperio británico victoriano, adolece del paralelo con un hegemón español con vastas legiones de navegantes, militares, curas, jurisconsultos y, lo que se omite, “diplomáticos”.

Kissinger y Olloqui fueron figuras incomprendidas en sus patrias.

La diplomacia total es un libro también de 1994, por lo que también está cumpliendo 3 décadas. Este es un manual práctico de política exterior para principiantes y una propuesta de política de poder para los avezados. Olloqui aclara por qué México puede saltar de ser una potencia media a una potencia mundial, con ejemplos prácticos, ilustrados con su cultura enciclopédica y su realismo político mexicano. No menciona a Hans Morgenthau, pero lo usa de manera recurrente. Otto von Bismarck es aquí revaluado, al igual que en Diplomacia, y es un protagonista compartido de los también revisores del cardenal de Richelieu.

El papel de Ojeda

Mario Ojeda fue media naranja intelectual de Kissinger, en otro sentido. Los planteamientos de Don Mario se centraron más en el plano bilateral y las relaciones de fuerza entre Estados Unidos y su vecino del sur, pero también tienen como eje a la geopolítica. Es el profesor conocido por los “alcances y los límites de la política exterior de México”.

Ojeda impulsó a El Colegio de México como un foro para discutir el realismo político, fue reconocido por explicar a los estudiosos y diplomáticos mexicanos cómo liderar con la superpotencia. Empero, su pragmatismo fue cuestionado al final de su vida por académicos mexicanos que urgían incluir a la moral democrática occidental en la política exterior de México y le reclamaban que el Estado ya no era el actor preponderante de la Relaciones Internacionales, sino la sociedad civil. En el homenaje de su 80 aniversario se leyó: “Los italianos tienen a Maquiavelo, los alemanes a Clausewitz, Estados Unidos a Kissinger, México tiene a Mario Ojeda”.

Ojeda y Olloqui fueron muy influentes en episodios precisos de las relaciones exteriores mexicanas, pero nunca alcanzaron la popularidad de “estrella de rock” de Kissinger. Esto es comprensible cuando el germano-estadounidense hablaba de poder en un país poderoso y de hegemonía en la cabeza del hegemón, con presidentes desde Nixon hasta George W. Bush, y claro, cuando se vive 100 años.

Olloqui y Ojeda lucharon a contracorriente. El realismo político solo se hablaba en privado en un México de la segunda mitad del siglo XX, embelesado por la defensa moral del Derecho Internacional y el amor “antirrealista” a la orquesta latinoamericana. Estados Unidos era nuestro paso para influir en el mundo, pero solo ellos se atrevían a decirlo.

Los incomprendidos

En otra medida, Kissinger y Olloqui fueron figuras incomprendidas en sus patrias. A Henry lo criticaron por su posición racional ante los opositores de Estados Unidos, las alianzas no democráticas y por sus revaloración del Medio Oriente y de China. Este centenario de Brooklyn seguía siendo en muchos sentidos un niño romántico europeo. Kissinger se siente muy cómodo aquí en Alemania, me dijo Klaus Kinkel, el Esministro de Exteriores alemán: lo acabo de ver en el cumpleaños de Helmut Kohl y le regalaron una botella de vino espumoso Metternich.

A Olloqui lo reconocieron mandatarios mexicanos y de todo el mundo por su gestión política, pero la academia mexicana aún no sabe dónde colocarlo. Isidro Fabela, Gilberto Bosques y Alfonso García Robles han pasado al “panteón de los santos” por su labor y porque responden a un México débil que se defiende frente a las hostilidades externas. Pero Olloqui va a la ofensiva, parece el jinete de una potencia renaciente como China, la India o Rusia: solo los resultados cuentan y solo el éxito se respeta. “En una política exterior bien instrumentada, intereses y principios no tienen por qué contradecirse.”

Según Francisco Olguín: “Olloqui hizo ver que nuestro país tiene intereses y objetivos derivados de la geopolítica, lo que generó recelo en los tradicionalistas de nuestra política exterior y en la propia Cancillería mexicana”. Él reclamó que la realpolitik no estuviera en nuestra diplomacia.

Kissinger ganó con su numerosa obra escrita, y Olloqui como el gran lector, con su biblioteca de 15 000 libros. Kissinger era un alma solitaria, como ese cedro de la poesía de Goethe, que buscaba hermanos en otras montañas, al hallarse rodeado solo de pasto y de pinos comunes. Quién pensaría que iba a encontrar a un par universal como Olloqui, proveniente de un país centrado en sí mismo y puercoespín internacional como México.

HORACIO SAAVEDRA es asociado del Consejo Mexicano de Asuntos Internacionales (Comexi). Es doctor en Ciencias Políticas por la Universität Tübingen y por la Freie Universität Berlin. Fue Cónsul General de México en Miami y en Frankfurt. Se especializa en temas de cooperación, geopolítica y migración.

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