Rusia, un desafío para Occidente

11 mayo, 2020 • Artículos, Asia/Pacífico, Europa, Portada • Vistas: 16402

La articulación entre la política interna y la externa

ECFR

Adrián Rocha

La reconversión de Rusia no puede ser comprendida sin atender a la articulación que siempre existió entre su política exterior y su política interna. Históricamente, Rusia contrapesó sus problemas internos con su fuerza externa. Empero, eso la volvía vulnerable, pues un conflicto desfavorable repercutía con mayor intensidad a nivel interno: el duro resultado de la guerra de Crimea dio lugar a las reformas de 1860. En la década siguiente, la derrota diplomática, luego de su intervención en los Balcanes, produjo una crisis que concluyó con el asesinato de Alejandro II; la humillación en la guerra ruso-japonesa de 1904 produjo convulsiones que contribuyeron a la Revolución de 1905. El impacto de la Primera Guerra Mundial aceleró el proceso revolucionario de 1917. La segunda posguerra, en cambio, fortaleció internamente al régimen comunista, en el marco de la Guerra Fría.

La relación entre el ámbito interno y el externo continúa siendo un factor decisivo en la configuración estatal rusa. Así, con el ascenso de Vladimir Putin, se consolidó un modo de pensar la política entre las élites rusas, las cuales rescataron un legado histórico nacional en el cual el comunismo ocupa un lugar, si bien importante, no absoluto. En efecto, el escenario posterior a la caída de la Unión Soviética fue un punto de inflexión, ya que aparecieron serias tensiones endógenas. El avance de líderes como Anatoli Sobchak y Putin revelaba una incipiente transformación identitaria. Leningrado volvió a llamarse San Petersburgo, en un acto presidido por Sobchak, quien luego de asumir como alcalde, nombró a Putin director del Comité de Asuntos Exteriores de la ciudad. Ambos lucharon contra las estructuras del comunismo. Un ejemplo simbólico, aunque no menor, fue que tanto Putin como Sobchak remplazaron los retratos de Lenin por los de Pedro el Grande en todas las oficinas estatales.

Desde la llegada de Putin al poder, a fines de 1999, Rusia consolidó algunos lineamientos de su política exterior que ya habían empezado con la gestión del Ministro de Asuntos Exteriores, Yevgueni Primakov, quien asumió en 1996, bajo la presidencia de Boris Yeltsin, sucediendo a Andréi Kozyrev. La gestión de Primakov se enfocó en abandonar la proyección atlantista que primó hasta 1996. En su lugar, la política exterior se orientó hacia una estrategia que privilegió el desarrollo comercial a partir de vínculos con Irán, Siria, Pakistán, Cuba, Corea del Norte y Venezuela. La nueva proyección partía de la búsqueda de desentenderse de Estados Unidos y de algunos organismos multilaterales, quienes incumplieron programas que Rusia esperaba. La falta de consolidación de estas promesas y el aumento de la pobreza incitaron a Primakov a restituir el papel de Rusia en el escenario internacional, en sintonía con el avance que se registraba de las fuerzas nacionalistas desde 1994. El incumplimiento de esas promesas derivó en un reforzamiento de la identidad de Rusia, que se plasmó en los planos militar y geopolítico. De esta manera, con Primakov, Rusia llegaba al segundo puesto como exportador mundial de armamento. Este desarrollo alcanzó al ámbito nuclear: actualmente Rusia domina el mercado mundial mediante su empresa Rosatom.

La relación entre el ámbito interno y el externo continúa siendo un factor decisivo en la configuración estatal rusa.

El proceso de transformación rusa cobró fuerza definitiva en la Conferencia de Seguridad de Múnich, en 2007, en donde Putin hizo hincapié en el fracaso de Estados Unidos en su afán de sostener el mundo unipolar que, según el líder ruso, prevaleció en el sistema internacional desde la caída de la Unión Soviética. No es casual que poco después de esa Conferencia las relaciones de Rusia con Occidente y la Organización del Tratado del Atlántico Norte empeoraran: la guerra de Georgia, en 2008, y la anexión de Crimea y Sebastopol, en 2014, demostraron la vocación rusa por ampliar su espacio de interés nacional.

Lo fundamental de aquella Conferencia reside en la intención declarada por parte de Putin de volver explícita una tensión implícita. Esta oficialización de la tensión, vista en retrospectiva, explica mucho acerca del curso que luego tomó la política internacional: la guerra en Siria, la alianza estratégica de Putin con Bashar al Assad y, particularmente, con un actor clave para Rusia: Irán. El vínculo entre ambos países es estratégico en los niveles económico y geopolítico. Putin afirmó en aquella conferencia que Irán no constituía una amenaza real para Occidente, y, en especial, para Europa, en respuesta a las intenciones de Estados Unidos de establecer un sistema de defensa antimisiles en Polonia y República Checa. Pero la alianza de Rusia con Irán es más profunda, ya que detrás de ella anida el modo en que esos dos niveles se entrelazan en torno de un tema clave para ambos: el estatuto sobre el mar Caspio. El 12 de agosto de 2018 se firmó un acuerdo entre los cinco países con acceso al mismo: Azerbaiyán, Irán, Kazajstán, Rusia y Turkmenistán. La discusión acerca de si el Caspio era un mar o un lago se zanjó atribuyéndole al mismo un estatus jurídico “especial”, cuyo punto acaso más relevante sea el que indica que solo los Estados costeros están habilitados para establecer allí presencia militar. El Caspio también es un área estratégica por tener, vía el canal Volga-Don, acceso al mar de Azov. Así, la llegada al mar Negro, que está conectado con el de Azov, crea una ruta desde el Caspio al Mediterráneo, pasando por el Bósforo, que une el mar Negro con el de Mármara, que conduce al Egeo. En este marco, Ucrania adquiere mayor importancia para Rusia. La reunión entre Volodímir Zelenski y Putin, promovida por el Presidente de Kazajstán, parece haber dado resultados, pues ambos conciliaron el intercambio de prisioneros, con la previa intermediación del Grupo de Contacto, integrado por los dos países más la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa.

Así, la geopolítica rusa en el tablero internacional refleja su creciente influencia en distintas regiones: en el Medio Oriente, la retirada en octubre de 2019 de los 2500 soldados estadounidenses que luchaban junto con los kurdos mejoró el posicionamiento de Rusia, que al establecer un pacto con Turquía el 22 de octubre de 2019, afianzó su influencia en la zona debido a su ya consolidada alianza con Siria. La gestión de Donald Trump, en este y en otros aspectos, parece haber favorecido a las estrategias del Kremlin. Los vínculos de Rusia con Asia se basan particularmente en lo económico: así sucede respecto de China, la India y los países de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático, a los que se suman Corea del Sur y Japón. Con Tokio, Rusia viene negociando la firma de un tratado de paz, acuerdo que ambos se deben desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, cuyo trasfondo es la disputa por lo que Japón denomina territorios del norte, en referencia a las islas Kuriles tomadas por la Unión Soviética en 1945. En América Latina y el Caribe, Rusia guarda relaciones comerciales con Brasil y México, pero afinidades electivas con Cuba y Nicaragua. Su vínculo estratégico con Venezuela es ahora ambiguo. Caracas ha sido importador de armamento ruso y un aliado regional, pero la deriva del régimen de Nicolás Maduro podría enfriar la relación. En África, la presencia rusa es cada vez mayor, fundamentalmente mediante el suministro de energía y de armamento, lo que evidencia una prospectiva estratégica de largo plazo.

La fortaleza de Putin, ¿un signo de la debilidad institucional de Rusia?

La fortaleza exterior adquirida por Rusia es proporcional a su debilidad económica; al mismo tiempo, la solidez del liderazgo de Putin es inversamente proporcional a la capacidad del sistema político ruso para crear nuevos líderes. Por ello, no deben confundirse las habilidades militares de Rusia, que involucran la injerencia cibernética y la guerra psicológica, con sus capacidades productivas e institucionales. En efecto, la caída de los precios del petróleo que se registró entre 2012 y 2016, de 119 a 27 dólares, fue una advertencia para Putin, pues permitió entrever que su poder no depende enteramente de sus estrategias de articulación entre lo externo e interno: la economía sigue siendo la gran debilidad estructural de Rusia. Esto se reveló con mayor brío en la tensión desatada por el pedido de Arabia Saudita respecto de un recorte de la producción de crudo de 1.5 millones de barriles por día. Las diferencias entre Rusia y la Organización de Países Exportadores de Petróleo se tradujeron en una segmentada contienda entre Arabia Saudita y Rusia, que parece haberse distendido gracias al acuerdo al que arribaron ambos países, basado en reducir la producción en hasta 10 millones de barriles diarios.

Por otra parte, las elecciones de 2019 en Moscú registraron un resultado desfavorable para Rusia Unida: el partido de Putin perdió un tercio de los escaños. No obstante, en el plano nacional, Rusia Unida logró aumentar su representatividad. Este dato podría haber pasado por alto si no fuera porque en plena pandemia la Duma Estatal removió de un tirón los obstáculos que impedían a Putin presentarse nuevamente a competir por la presidencia. Todavía queda por implementarse el referendo, que por el covid-19 ha sido aplazado. De todos modos, todo indica que Putin conservará su poder hasta 2036.

La fortaleza exterior adquirida por Rusia es proporcional a su debilidad económica.

Su activa participación en la guerra de Siria, la proyección sobre África, más las sanciones recibidas, afectaron seriamente a la economía rusa. Aun así, Putin apuesta por fortalecer la vinculación entre los ámbitos interno y externo. En eso se basaron sus declaraciones acerca de su posible continuidad, que hicieron hincapié en la necesidad de que Rusia disponga de un fuerte liderazgo para gestionar el impacto de la crisis económica global y la inestabilidad internacional, que con el advenimiento del coronavirus será más incierta aún.

Aunque sus declaraciones puedan ceñirse a una estrategia coyuntural, están provistas sin embargo de un enorme realismo, en todas las acepciones del término, pues desde la caída de la Unión Soviética, Rusia jamás tuvo la consistencia que fue adquiriendo durante la gestión de Putin, quien, por cierto, aparece como el anverso de un Estado institucionalmente frágil. De allí que tanto entre las élites rusas como en gran parte de la sociedad aflorase un entusiasmo nacionalista que consolida la hegemonía de Putin, en un país que carece de una robusta institucionalidad liberal.

El miedo, la escasez y la ausencia de una historia alimentada por la cultura liberal han configurado en Rusia un nacionalismo que puede comprenderse según la postulación de Hans Morgenthau en su clásico Política entre las naciones: la lucha por el poder y la paz (McGraw-Hill, 1948), la cual aplica incluso en muchos países occidentales, aunque adquiera en Rusia su más nítida versión: “La cada vez mayor inseguridad de los individuos en las sociedades occidentales, especialmente en los estratos sociales más bajos, y la atomización general de las sociedades occidentales han incrementado enormemente la frustración de las manifestaciones individuales de poder. Esto, a su vez, ha dado origen a un incrementado deseo de identificación compensatoria en las aspiraciones nacionales y colectivas de poder. Este incremento ha sido tanto cuantitativo como cualitativo”.

ADRIÁN ROCHA es licenciado en Ciencia Política por la Universidad Abierta Interamericana (UAI). Es analista político e internacional.

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One Response to Rusia, un desafío para Occidente

  1. Guido dice:

    Muy buen artículo!

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