Las armas y los muertos

23 marzo, 2020 • Artículos, Norteamérica, Portada • Vistas: 5219

Fronteras porosas y una (no) agenda interméstica

TN

Nicolás Alesso

Marzo 2020

Ellos (Estados Unidos) articulan el negocio

al venderles las armas al crimen

organizado y a los narcotraficantes,

y nosotros ponemos los muertos.

Yeidckol Polevnsky

En el siglo XXI, la expansión de procesos ilegales, como el tráfico de armas y de drogas, ha dado lugar a intentos de construcción de una agenda intermedia entre Estados Unidos y México acerca de estos temas. No obstante, esta llega mucho tiempo después de que la problemática se encuentre enquistada. En la década de 1970, el tráfico de drogas desde México hacia el país del norte emprendió un auge que no ha conocido decrecimiento. Siendo influida por la “guerra contra las drogas” del presidente Ronald Reagan, iniciada en 1981, a su vez espejo de los lineamientos del programa de Richard Nixon en la década de 1970, la década de 1980 se vio enriquecida por literatura que planteaba al narcotráfico, y al consumo de drogas en menor medida, como uno de los grandes desafíos de Washington. En la década de 1990, México comenzó a recorrer un proceso de transición institucional desde una seudodemocracia a un sistema con mayor institucionalización democrática. Al mismo tiempo, la violencia comenzó a incrementarse, evidenciándose en el progresivo crecimiento per cápita de asesinatos y de secuestros en cada vez más estados del país. Este percibido aumento del crimen, que comenzó a ser contabilizado por el gobierno a partir de 1997, encuentra su epicentro en la ampliación de las operaciones de las organizaciones de tráfico ilegal.

La tesis de este incremento lineal de la violencia puede ser aproximada mediante cuatro variables. En primer lugar, tras el fin de la hegemonía autocrática priista, aquellos acuerdos solapados y andamiajes tácitos entre el poder estatal y el crimen organizado que habían creado un cierto statu quo controlado comenzaron a erosionarse. Además, la descoordinación entre los distintos niveles de gobierno, producto de la llegada al poder de partidos políticos distintos, afectó varias políticas públicas, entre ellas, la de seguridad. Otra variable a tener en cuenta son las externalidades del Plan Colombia, iniciado en 2000 con el auspicio de Estados Unidos, y su “efecto globo” en Latinoamérica. La presión realizada por Bogotá y Washington sobre el negocio ilícito, como las polémicas fumigaciones sobre los cultivos de materia prima ―principalmente coca y amapola―, provocaron un auge y fortalecimiento de la actividad en México, la cual, a su vez, tuvo un efecto derrame sobre algunos países de Centroamérica. El cuarto factor plantea que la interpretación constante entre Estados Unidos y México, por medio de dinámicas y de relaciones, ha influido de manera determinante en el tráfico de drogas ilícitas y armas. En este sentido, la porosidad de la frontera entre estos Estados provoca que las políticas internas de un país causen externalidades en el otro, poniendo en evidencia la necesidad de concordia en este tipo de decisiones, así como de mecanismos que aseguren reciprocidad entre ambas partes, con el fin de desarticular progresivamente la amenaza.

Las balas que erosionan al Estado

El tráfico de armas no existe como variable independiente, ya que no es un fin en sí mismo. En general, esta actividad ilegal es afluente de otros procesos con cauces más profundos, siendo en este caso tributario del narcotráfico, al igual que la violencia de proporciones históricas que México sufre desde 2006. Así, el fenómeno presenta principalmente dos desafíos directos en el territorio mexicano.

En primer lugar, las herramientas de muerte a las que acceden los grupos de crimen organizado son cada vez más sofisticadas y poderosas, fortaleciendo su posición frente a las fuerzas de coacción física legítima del Estado y avivando la escalada de violencia en el enfrentamiento entre bandos por control de territorio, producción o rutas de ingreso de droga al país anglosajón. En segundo lugar, este tipo de contrabando siempre posee un potencial efecto violento. Así, desde que el presidente Felipe Calderón lanzó la estrategia de “la guerra contra las drogas”, en diciembre de 2006, con el Operativo Conjunto Michoacán hasta su interrupción por parte de Andrés Manuel López Obrador en enero de 2019 tras 2 años consecutivos con cifras de homicidio rondando los 30 000 cada uno―, el saldo de muertos por asesinato escaló hasta rondar los 250 000, además de más de 30 000 desaparecidos. Estos números incluyen a más de 140 alcaldes (asesinados en función, electos o exalcaldes) y más de 100 periodistas.

Según cifras oficiales y al Atlas de la Seguridad y la Defensa en México, entre 2010 y 2015, las fuerzas de este país confiscaron poco más de 102 000 armas ilegales, de las cuales un 71.5% provinieron de Estados Unidos. Sin embargo, estos esfuerzos parecen impotentes frente a las casi 213 000 unidades que cada año cruzan la frontera de manera ilegal rumbo a México, estimándose en 13 millones el número de pertrechos que circulan en esa condición. Incluso, de 2010 a 2012, la cifra estimativa alcanzó la inverosímil suma de 359 000 por año. En comparación, en el mismo periodo, el gobierno adquirió armamento legal por un equivalente al 18% de ese contrabando. Ante un panorama con fuerzas en pugna con tales atributos, el vislumbre de un final favorable en términos de seguridad para México resulta poco probable a corto o mediano plazo.

Al problema del tráfico de armas, del narcotráfico y de la violencia, se le suman estructuras y dinámicas internas enquistadas dentro del Estado. En este contexto, la seguridad pública se ha visto severamente deteriorada, no solo debido a que estas organizaciones actúan como un competidor por la coacción física en ciertos territorios, sino por la corrupción que mina la burocracia judicial. Uno de los casos más ilustrativos es, seguramente, el cártel de los Zetas, fundado por exmilitares de élite que otrora servían como protección de los líderes del cártel del Golfo y sus familias. En ciertas áreas, los límites entre la estructura estatal y la ilegalidad son difusos, donde ambos sistemas conviven en un territorio bajo la connivencia de la burocracia estatal y el poder de la policía, además de contar con la legitimación de la población, que acude tanto a los representantes de la esfera legal como de la ilegal para encontrar mejoras en su calidad de vida, mediante puestos de trabajo (calificados o no), acceso a la salud, a la seguridad física o a la protección de sus derechos, efectos que Gilles Bataillon categoriza como “actividades de refuerzo” del narcotráfico. Ejemplos de estas actividades son las donaciones de alimentos y otros tipos de asistencialismo en áreas rurales de Michoacán por parte de La Familia Michoacana, o el ahorcamiento de ladrones comunes en puentes en manos de Los Caballeros Templarios en el mismo estado.

El tráfico de armas no existe como variable independiente, ya que no es un fin en sí mismo.

Tomando la relación propuesta por Max Weber entre el Estado y el monopolio de la fuerza, resulta interesante proponer que en algunos territorios de México conviven dos tipos de coacción física: uno legítimo-legal, y otro ilegal pero que en ocasiones es legitimado. Esta realidad torna difuso el vínculo entre la fuente única del derecho de coacción y su monopolio a la hora de explicar el funcionamiento del Estado. Puede mencionarse el incidente en Culiacán, en octubre de 2019, cuando la Guardia Nacional, en conjunto con el ejército, realizó un operativo para detener a Ovidio Guzmán, jefe del Cártel de Sinaloa desde que su padre, Joaquín El Chapo Guzmán Loera, fuera apresado y extraditado a Estados Unidos. Una vez detenido, las fuerzas del cártel rodearon con fuego a los efectivos a cargo de la operación, tomando a su vez los principales accesos de la ciudad e incluyendo en su armamento lanzagranadas y fusiles calibre .50. Incluso, ingresaron a la Unidad Habitacional Militar, reduciendo a la guardia, y disparando y amenazando a los familiares de los miembros del ejército alojados allí. Este despliegue ―sumado a destrozos a cientos de locales comerciales, el incendio de vehículos, muertos y heridos―, hicieron que Ovidio Guzmán fuera liberado y la Guardia Nacional y el ejército retiradas. Luego de los incidentes, más de sesenta familias que residían en el complejo militar abandonaron la ciudad.

Ante esta realidad, puede inferirse una singularidad. En México, el narcotráfico funciona bajo la atenta mirada, la atenta indiferencia o la relativa impotencia de ciertas esferas del Estado, pero siempre dentro del territorio donde este último opera; por tanto, las organizaciones criminales no se despliegan al mismo nivel que el Estado. Sin embargo, en ciertos territorios del país, estos grupos detentan la administración de facto de algunos servicios y atribuciones propias del Estado. Esto sucede bajo cierta especie de legitimación ad hoc de la sociedad local, permitiendo pensar que plantear este proceso como una actividad ilegal paralela resulta insuficiente: si bien funciona dentro de los límites del Estado, excede sus capacidades para desenquistarla, pasando a ser una actividad de fronteras borrosas. La violencia originada por esta pugna entre el Estado y las organizaciones de narcotráfico, y con grupos civiles armados, ha provocado también desplazamientos internos. En los últimos 8 años, alrededor de 8.7 millones de personas que se mudaron a otra región, tuvieron a la violencia en su localidad el principal motivo de traslado. Incluso, el 40% de estos traslados se dieron desde áreas donde operaron u operan intervenciones militares.

En resumen, las tasas altas de homicidios, la corrupción candente, el control de ciertas áreas por parte de las agrupaciones criminales, la violencia que no decrece, los desplazamientos poblacionales, las denuncias a los agentes de seguridad por violaciones de derechos humanos y la militarización de la seguridad han llevado a algunos autores a calificar a México como un Estado fallido. Si bien este debate abarca una gran variedad de voces y bibliografía, puede advertirse que esta etiqueta es desmedida. A pesar de los graves problemas existentes, las capacidades fundamentales del Estado permanecen garantizadas más allá de la disputa por la coacción física en ciertos territorios. Si bien la crisis de seguridad existe y no hay pronósticos alentadores, la habilidad del Estado para proveer bienes políticos ―asistencia básica, desarrollo económico o elecciones libres― sigue estando asegurada. Así, la inserción de México dentro de las categorías de democracia violenta o vulnerada resulta más adecuadas.

Inflexibilidad de Washington, impotencia de México

En Estados Unidos hay configuraciones del sistema democrático interno y procesos sociales que brindan andamiajes al narcotráfico y a la violencia del otro lado de la frontera. En primer lugar, la mayor economía del mundo es además el mayor consumidor de drogas ilícitas, lo que ofrece ventajas comparativas en términos de proximidad geográfica y porosidad de la frontera (de 3169 kilómetros de largo) a las organizaciones ilegales mexicanas respecto a otras, sean productoras, comercializadoras o intermediarias para asegurar el tránsito hasta destino.

En cuanto a las armas, la legislación estadounidense observa escasas restricciones en cuanto a la adquisición de altos calibres por parte de la sociedad civil, cuestión que se enmarca originariamente en la Segunda Enmienda de la Constitución de 1791. El debate respecto la amplia libertad de acceso a este tipo de armamento ha tenido momentos de franco auge desde finales del siglo XX hasta la actualidad, especialmente luego de violentos asesinatos perpetrados por civiles nacionales en espacios públicos, para luego desvanecerse a medida que dejan de ser primera plana. Tal vez el ejemplo más fiel sean los sucesos tras la masacre de Sandy Hook, en Connecticut, en 2012.

A pesar de que algunas legislaciones distritales han intentado limitar la compra-venta en sus territorios, la justicia siempre ha fallado a favor de los usuarios; el caso Heller vs. el Distrito de Columbia de 2008 es una muestra de ello. La gran mayoría de la sociedad civil estadounidense no ve con buenos ojos las limitaciones a la libertad de la portación y el acceso a armas de alto calibre, al igual que la mayoría de la élite política republicana, algunos sectores demócratas y grupos de cabildeo, como la Asociación Nacional del Rifle. En México, este mecanismo aceitado de libertad civil en su vecino impacta de forma directa. El 10% de los locales autorizados en Estados Unidos para ventas de armas se encuentran ubicados en localidades fronterizas con el país latino. Además, las ferias de pertrechos usados son comúnmente celebradas en la misma región sureña, donde pueden adquirirse armas de fuego de distinto calibre, incluso sin ninguna documentación, control o requisito del demandante ni del oferente. Estos eventos de compra-venta informal son el principal acceso a dicha mercancía para ser luego transportada ilegalmente al otro lado de la frontera, en mecanismos también aceitados, a la vez que parasitarios, del ordenamiento interno del país del norte.

Soluciones para “el lado mexicano del problema”

En 2008, los presidentes Calderón y George W. Bush acordaron la Iniciativa Mérida, por la cual Estados Unidos se comprometió a asistir a su vecino en la lucha contra el crimen organizado, aportando equipamiento, armamento y entrenamiento a las fuerzas armadas, planes de modernización y ayuda en la planificación de modificaciones en el sistema judicial y capacitación de funcionarios de la justicia para la lucha contra la corrupción, entre otros. También se fueron otorgando cuantiosas ayudas monetarias que, en estos 13 años, han superado los 3000 millones de dólares. Pero, como sostiene Fulton Armstrong, la Iniciativa Mérida parece haber sido “irrelevante en el mejor de los casos, y desastroso en el peor”. Si bien modernizó al ejército mexicano y la justicia, no ha dado soluciones consistentes a la corrupción dentro del país ni al tráfico de armas y drogas en la frontera. Aunque la extradición de líderes de cárteles es anterior al acuerdo y se da con asiduidad desde la década de 1990, la Iniciativa los plantea como forma de desarticular las organizaciones, cortando “la cabeza de la serpiente”. Cuando mucho, esta estrategia ha permitido que los criminales cumplan sus condenas por crímenes de los que se les acusan en Estados Unidos, pero en ocasiones ha generado efectos que se asemejan a la figura de la Hidra de Lerna: rupturas internas y divisiones que acaban en enfrentamientos armados por el control de la organización.

En resumen, si existe un mercado es porque hay actores en ambos Estados que interactúan como demandantes y oferentes.

Sin embargo, la estrategia Gunwalking de la Agencia de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos fue, seguramente, la más controvertida en esta relación. El plan tuvo dos operaciones principales ―“Wide Receiver” (de 2006 a 2008) y “Fast and Furious” (de 2009 a 2011)―, cuyas tácticas fueron permitir que ciertos locales de armas autorizados vendan pertrechos a intermediarios de cárteles para que sean ingresadas ilegalmente a México. Una vez dentro del país, se daba aviso a la policía nacional para que continuaran siendo rastreadas. El fin último era la captura de los capos y los altos mandos de estas organizaciones, luego, la recuperación de las armas. La mayor controversia de esta estrategia es el hecho de que un Estado soberano ordena el ingreso ilegal de esas armas al territorio mexicano sin su consentimiento, aplicando estrategias que excedían las fronteras del primero y afectarían directamente al segundo, vulnerando la soberanía mexicana. Al final, solo una pequeña porción de la mercancía pudo ser detectada y recuperada luego de cruzar la frontera. La última operación fue cancelada en 2011, cuando el agente fronterizo estadounidense Jaime Zapata fue asesinado en San Luis Potosí por un miembro del cártel de los Zetas, con un arma que había sido ingresada bajo el operativo, pero que su rastro había sido perdido.

En resumen, tanto la Iniciativa Mérida como la estrategia Gunwalking fueron orientadas íntegramente a intentar solucionar “el lado mexicano del problema”. En este marco, Estados Unidos posee un doble requerimiento al principio de reciprocidad y responsabilidades compartidas, como el principal comprador de narcóticos provenientes de México y, al mismo tiempo, el principal proveedor de armamento ilegal a su crimen organizado. Sin embargo, exceptuando ciertos discursos presidenciales, Washington ha tenido históricamente una política de doble rasero, apuntando como principal culpable de estos males al país oferente, a la vez que obteniendo escasos resultados en los programas de salud y asistencia social para desalentar el consumo, así como en el control de la venta de armas a intermediarios entre los locales legales de Estados Unidos y las organizaciones ilegales mexicanas. El discurso que describe la problemática como unidireccional, se ha acentuado durante el gobierno de Donald Trump. Así, mientras se plantea periódicamente que es México quien debe controlar por sí solo la oferta y el tráfico, arma a los cárteles, proveedores de la mayor parte de la droga que ingresa a su territorio, mientras sufre como consecuencia decenas de miles de muertos por sobredosis al año. Un cierre temporal de frontera, como el que Trump anuncia en ocasiones, no debería por qué tener resultados diferentes de los que tuvo la misma medida en 1969 y 1985 durante los gobiernos de Nixon y Reagan, respectivamente.

México como panteón

El nuevo gobierno mexicano trajo un nuevo giro en la lucha contra el narcotráfico. Durante su campaña, López Obrador criticó la estrategia de la guerra contra las drogas, alegando que no atacó las bases del problema ―la educación y la desigualdad―, sino que solo ayudó a aumentar la violencia y los asesinatos, dejando “la seguridad en ruinas y un país convertido en panteón”. Así, fijó la reducción de la violencia y la corrupción como principales objetivos para la pacificación del país, política resumida en “trabajo, buenos salarios y abrazos, no balazos”.

A finales de enero de 2019, el Presidente mexicano anunció el fin de la guerra contra las drogas, y a finales de febrero, el Congreso aprobó la creación de la Guardia Nacional, con 60 000 efectivos iniciales para colaborar con la policía y el ejército en la prevención y combate de la delincuencia, aunque puede interpretarse como un contrapeso frente al cada vez mayor poder de las fuerzas armadas en el territorio. En cuanto a la Iniciativa Mérida, López Obrador anunció que sería abandonada para trabajar un nuevo acuerdo enfocado en la frontera, ayuda económica y generación de inversiones. De cualquier forma, 31 000 personas fueron asesinadas en el primer año del nuevo gobierno, al grado de que 2019 ha sido el año más violento de la historia moderna de México.

A raíz de los mencionados incidentes en Culiacán en 2019, funcionarios de ambos países concurrieron a la Reunión del Grupo de Armas en el Marco del Diálogo de Alto Nivel en Materia de Seguridad Nacional, tras la propuesta telefónica de Trump a López Obrador de “congelar” el tráfico de armas en la frontera por medio de un plan conjunto de implementaciones tecnológicas. Tras el ataque a la familia mexicoestadounidense LeBarón en Sonora, en noviembre de 2019, el presidente Trump, luego de enviar un mensaje de apoyo a su par mexicano, volvió a plantear que la construcción del muro fronterizo es la mejor decisión. En ambos casos, la respuesta de López Obrador a los mensajes de apoyo por parte de Estados Unidos ha sido de gratitud, de buena voluntad en trabajar conjuntamente, pero manifestando la necesidad de que la soberanía y el principio de no intervención en asuntos internos del Estado deben ser respetados.

Ni abrazos ni balazos para curar a México

En resumen, si existe un mercado es porque hay actores en ambos Estados que interactúan como demandantes y oferentes. En el caso de las armas, la oferta nace en territorio estadounidense, mientras que la demanda habita en México. Respecto a los narcóticos, los países intercambian sus papeles, lo que pone de manifiesto la necesidad de políticas conjuntas, que de ninguna manera tendrán resultados concretos sin una actitud de introspección y un efectivo compromiso de reciprocidad. Es necesario plantear que, en ambos Estados, las fronteras no solo son porosas respecto a fenómenos del otro país. Estas fronteras porosas entre lo legal e ilegal también se aplican a Washington y los límites borrosos entre las articulaciones estatales y el mercado de drogas en el territorio, así como la ruta de las armas, que parten desde la legalidad amparada por la justicia estadounidense para acabar en las manos ilegales del narcotráfico.

Estos “mundos”, como los define Bataillon, se encuentran, concurrentemente, eslabonados por agentes del Estado corruptos, especialmente en los cruces fronterizos. En tal caso, estos mundos se vuelven porosos cuando lo ilegal se enquista en los andamiajes del Estado y se asiste de ellos para operar y crecer. La explicación del problema como unidireccional y la correspondiente exigencia de que “la responsabilidad es del otro” minan la generación de acuerdos por parte de dos países que se han visto impotentes por sí solos de solucionarlo.

Una agenda conjunta debe ser construida por medio de alineamiento, contextual y ad hoc, de recursos, donde Estados Unidos no solo reconozca su responsabilidad, sino que discuta con México los pasos a seguir: no desde su autopercepción como potencia mundial, sino como una potencia con fronteras porosas y, en cierta medida, interdependientes de su país vecino del sur. Mientras la amenaza se articule en los márgenes grises del sistema y no sea abordado de manera bilateral atendiendo a las variables domésticas de cada parte y a las intermésticas, un muro o un cierre de frontera afectarían al comercio legal y poco harían por detener el ilegal.

Por lo tanto, México se encuentra en una encrucijada. Puede abandonar el uso de la fuerza desplegada por parte del Estado, como en los eventos del 17 de octubre de 2019 en Culiacán, pero continuar recibiendo apoyo militar englobado en la Iniciativa Mérida, lo que divide recursos y habilita dos sintonías en un mismo sistema: intentando caminar con un pie en cada camino. Por otro lado, puede volver al uso de la fuerza al nivel de sus predecesores, permitiendo daños colaterales, especialmente bajas civiles continuas, sin ver efectos contundentes. Por último, modificar o dar de baja el acuerdo iniciado en 2008 para fortalecer la estrategia de la actual presidencia, potencial decisión que cuenta con la reprobación de buena parte del Congreso, especialmente tras el primer año de gobierno de López Obrador. De cualquier manera, ni las estrategias abandonadas, ni las implementadas ni los anuncios a futuro han hecho descender el número de víctimas civiles o el tráfico entre ambos Estados. En conclusión, cuando el Estado tiene dentro de su territorio a un competidor por la coacción física y los recursos para sostener esa competencia, la empresa por vencerlo se vuelve tan titánica como imprescindible. Y México lo entiende, pero, hasta ahora, parece no saber cómo.

NICOLÁS ALESSO es licenciado en Relaciones Internacionales por la Universidad Católica de Santa Fe y maestrando en Relaciones Internacionales por la misma Universidad. Está adscripto a la Cátedra Política Internacional de la licenciatura en Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Rosario. Es miembro Centro de Investigaciones en Política y Economía Internacional (CIPEI) de la misma Universidad y del Grupo de Jóvenes Investigadores del Instituto de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de La Plata. Sígalo en Twitter en @AlessoNicolas.

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