El Paso: por qué hablamos de terrorismo

9 agosto, 2019 • Blogs, Natalia Saltalamacchia, Opinión, Sin categoría • Vistas: 4130

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 Natalia Saltalamacchia Ziccardi

Entre blanco y negro

8 de agosto de 2019

El acto de barbarie ocurrido el 3 de agosto de 2019 en El Paso, Texas, y la consiguiente respuesta del gobierno de México merecen una reflexión. Como se sabe, un individuo abrió fuego en contra de una multitud de personas en un supermercado, cobrando la vida de veintidós personas (ocho mexicanas) y dejando heridas a muchas más.

Por desgracia, este tipo de barbarie es frecuente en Estados Unidos y el hecho se sumaría a los 1926 tiroteos masivos que ahí han ocurrido desde 2014 hasta hoy, donde desafortunadamente también mexicanos han muerto, según datos de Gun Violence Archive. La enorme diferencia en este caso es que el homicida viajó 10 horas desde Dallas, con un arma de asalto, hasta la frontera para luchar contra la «invasión hispana de Texas» y defender a su país del «remplazo étnico y cultural provocado por esta invasión»; reclamando además para sí mismo el papel de «líder de la lucha para salvar a mi país de la destrucción» (según se lee en el manifiesto que se le atribuye).

El gobierno de México leyó bien la singularidad de este acto oprobioso y la posibilidad de que se repita en el futuro, dado el clima antinmigrante y xenófobo que se respira en aquel país. Así que la respuesta fue contundente: el canciller Marcelo Ebrard subió todos los umbrales al definir esto como un «acto terrorista contra mexicanos inocentes» e hizo pública una serie de acciones diplomáticas y legales en respuesta a este atentado.

La respuesta de México

Me detengo en un elemento específico de esa respuesta, porque es inédito y ha generado cierta polémica: el gobierno de México quiere que la investigación y el proceso judicial reciba el tratamiento de un acto de terrorismo, lo cual implicaría que el Fiscal General de Estados Unidos impute al presunto culpable por ese cargo en específico (y no solo por homicidio y lesiones, con el agravante de sesgo o «crimen de odio»). Esta es una estrategia político-legal (no solo legal) y podemos pensar en algunas motivaciones de la misma.

En primer lugar, el concepto de terrorismo tiene un peso específico y permite destacar discursivamente la máxima gravedad del acontecimiento. Esto sirve para llamar la atención sobre las consecuencias funestas y reales de la retórica antinmigrante y antimexicana (de Donald Trump y de otros). Aunque el gobierno mexicano no está en posición de conectar explícitamente una cosa con la otra, ya varios actores en Estados Unidos se están encargando de hacerlo. Esto podría inducir al Presidente estadunidense a una mayor cautela en el uso del lenguaje en su campaña por la reelección. Ojalá.

En segundo lugar, este encuadre lleva a mirar la intencionalidad del homicida con otros ojos: no quiso solo matar, sino generar una atmósfera de miedo y amedrentamiento, lo cual responde menos a la lógica del desquiciado «tirador solitario» y más a la de un objetivo político. Dado el contexto de hostilidad discursiva contra los mexicanos, esto amerita entretener la hipótesis de que su acción podría ser tan solo la punta de un iceberg, es decir, podría apuntar a la existencia de grupos radicales organizados, cuyo blanco son los mexicanos.

La presunción de terrorismo sube el perfil del caso, aumenta la presión a las autoridades estadounidenses y quizá abriría caminos para esclarecer hasta qué punto se cocina o no en Estados Unidos una red criminal antimexicana.

Lo anterior nos lleva a una tercera consideración: las premisas de las cuales se parta, influirán en las líneas de investigación que se persigan y supongo que el gobierno de México no quiere dejar caer la posibilidad de saber si hay algo más ominoso detrás de esta tragedia. La lógica sería la siguiente. Si se presume que este es el ataque de un individuo loco y aislado, dispuesto a disparar contra cualquiera que encontrase en su camino, entonces la expectativa sería que las víctimas mexicanas o sus familiares obtengan algún tipo de reparación judicial y el tema se agotaría ahí. Por el contrario, si existen indicios de que es un acto dirigido a generar terror e intimidar a la comunidad mexicana en Estados Unidos, con móviles políticos que podrían responder a una agenda de extremismo blanco, la expectativa es que la investigación cobre otro nivel de prioridad y se expanda para averiguar si existe o no un elemento organizacional, si tienen estrategias de reclutamiento, si hay otros atentados en preparación, si existen proveedores de armas involucrados, etc.

Es decir, la presunción de terrorismo sube el perfil del caso, aumenta la presión a las autoridades estadounidenses (más inclinadas a combatir el extremismo islámico que a los grupos nacionalistas blancos) y quizá abriría caminos para esclarecer hasta qué punto se cocina o no en Estados Unidos una red criminal antimexicana. Esto es crucial para estar en posibilidad de prevenir futuros atentados.

¿Qué posibilidades existen de una imputación por acto de terrorismo?

La respuesta rápida es: muy pocas. La Ley Patriota de 2001 contempla el delito de «terrorismo interno» definido como un «acto peligroso para la vida humana, con la intención de: 1) intimidar o coercionar a la población civil; 2) influir en la política del gobierno mediante intimidación o coerción, o 3) afectar la conducta del gobierno mediante la destrucción masiva, el asesinato o el secuestro». Es una definición bastante laxa, por lo que los hechos de El Paso podrían caer bajo el primer supuesto, si se comprueba fehacientemente que el manifiesto es de la autoría del tirador. El problema no es ese.

La cuestión es que en Estados Unidos no existen antecedentes de la aplicación de las leyes federales sobre terrorismo a casos de tiroteos masivos, incluso si se catalogan como crímenes de odio y se presume o establece que están conectados con grupos extremistas estadounidenses. Los perpetradores nunca han sido imputados por cargos de «terrorismo interno». ¿Por qué? Al parecer se debe a que ese delito está insuficientemente regulado. La codificación de las leyes terroristas en el Código de Estados Unidos se refiere casi totalmente a acciones de terrorismo internacional (en los que existe alguna conexión extranjera), o bien, a aquellos atentados que involucran el uso de armas de destrucción masiva, bombas o material nuclear.

En cambio, existe un vacío legal cuando se trata de atentados que -incluso si tienen la intención de intimidar o coercionar a la población civil- no presentan una conexión internacional (por ejemplo, están motivados por una causa extremista nacional como la supremacía blanca) y se realizan con arma de fuego (o un automóvil, como en Charlottesville en 2017). Este vacío sería la razón por la cual los fiscales no se arriesgan a presentar el cargo por «terrorismo interno» y, en general, recurren a cargos como homicidio, asalto, posesión de armas de fuego, con el agravante de «crimen de odio». Es muy probable que esto suceda en el caso de El Paso.

Y entonces, ¿vale la pena seguir esta vía?

Desde el punto de vista legal, aunque los fiscales no puedan fincar cargos por «terrorismo interno», el hecho de definir el incidente como tal permite que se investigue no solo al presunto culpable en lo individual, sino a cualquier otro grupo con el que se sospeche que esté afiliado. Y lo cierto es que hay un buen arranque: el Fiscal para el Distrito Occidental de Texas, John Bash, dijo el 4 de agosto de 2019 que, en efecto, están tratando esto como un caso de terrorismo interno.

En suma, el valor de esta medida no reside necesariamente en que se logre una convicción por terrorismo, sino en la dimensión política y en la información que se pueda obtener en el camino. No se puede prevenir lo que no se conoce.

NATALIA SALTALAMACCHIA ZICCARDI es profesora en el Departamento de Estudios Internacionales del ITAM. Sígala en Twitter en @NataliaSaltalam.

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