Dialéctica de la democracia liberal

2 septiembre, 2020 • Asuntos globales, Opinión, Portada • Vistas: 13406

Gamer Uprising

Adrián Rocha

Septiembre 2020

La democracia liberal tropieza hoy, curiosamente, con aquello que la distingue de los regímenes autoritarios: su vocación por contemplar y hacer valer los derechos de quienes más dificultades encuentran a la hora de ejercerlos. Su fundamento último, que consiste en consolidar una sociedad policrática que a partir del policentrismo proyecte un horizonte deseado mas nunca realizado completamente, empieza a ser cuestionado por múltiples movimientos sociales que, en algunos casos, se imbrican con genuinos reclamos, como sucede con Black Lives Matter. ¿En qué consiste este aparente fallo de la democracia liberal a la hora de canalizar institucionalmente las demandas de sociedades cada vez más exigentes?

Axiologías liberales

Aunque resulte paradojal, el problema de la democracia liberal radica en sus propias axiologías. Pero no se trata estrictamente de una paradoja, sino de una cuestión dialéctica. Vislumbrando la posibilidad de que todos los seres humanos tengan acceso a bienes y servicios básicos y necesarios, la tradición liberal –en su versión democrática– forjó un cuerpo normativo cuyo cumplimiento no es homogéneo. Ciertas promesas de la democracia liberal se encuentran constreñidas por otras, en el marco de un derrotero que atraviesa la historia contemporánea y en el que es posible entrever un hilo invisible que amalgama numerosas conquistas sociopolíticas y valores propios de la tradición liberal.

John Locke, James Madison, John Stuart Mill, Alexis de Tocqueville, son solo algunos de los grandes teóricos que, entre los siglos XVII y XIX, sentaron las bases de la democracia moderna. Locke apostó por un gobierno civil que dicte leyes para preservar la propiedad a partir del resguardo del orden público, en el marco de la tolerancia, que, incluso con sus contradicciones, resultaba fundamental en su momento, pues, como bien sabía, no sirve la coerción para ganar adeptos. Madison planteó en “El Federalista Nº 51” la necesidad de dotar a los administradores de los medios constitucionales –incluyendo a los móviles personales– para resistir las invasiones de los otros poderes, en una dinámica en la que la ambición es contrarrestada por ella misma. Mill enfatizó la reflexión sobre la libertad, en su clásico ensayo Sobre la libertad, así como la discusión en torno a la relación entre mayoría y minorías, la cuestión de la proporcionalidad y el mejor sistema en este sentido. Como sea, Mill es el filósofo de la libertad, y acaso el pensador que allanó el camino hacia lo que daría en llamarse “socialdemocracia”, habiéndose distinguido en el debate en torno de la libertad, la igualdad y la participación. Tocqueville, por su parte, reflexionó con una precisión envidiable sobre la democracia, analizando riesgos y virtudes, y siendo plenamente consciente del cambio de época que le había tocado vivir: “Estaba de tal forma en un equilibrio entre el pasado y el futuro que, naturalmente, no me sentía atraído ni por uno ni por otro”.

El primer tramo del siglo XX confirmó los temores de Tocqueville, pues el ascenso del fascismo y de los totalitarismos nazi y soviético tuvo raíces en la incorporación de las masas a la vida pública y en lecturas tergiversadas respecto de la democratización. Así, Norberto Bobbio se ha ocupado seriamente de las relaciones entre liberalismo y democracia. En su ensayo homónimo aseguraba que “solo los Estados nacidos de las revoluciones liberales son democráticos y solamente los Estados democráticos protegen los derechos del hombre: todos los Estados autoritarios del mundo son a la vez antiliberales y antidemocráticos”. Esta perspectiva de Bobbio se articula coherentemente con los aportes de Robert Dahl, que en sus estudios sobre la poliarquía y la igualdad política estableció no solo un modo de analizar la calidad democrática sino un universo valorativo acerca de qué fines debe perseguir un sistema democrático.

La cultura liberal y los procesos históricos

Desde la Independencia de Estados Unidos hasta el fin de la Guerra Fría, Occidente imaginó un cuantioso repertorio de valores e instituciones alineados con la condición contra-mayoritaria, los frenos y contrapesos, la distribución de los ingresos y la carga impositiva. “No taxation without representation”, afirmaba un célebre adagio de las asambleas coloniales, en el escenario previo a la Independencia estadounidense, mediante el cual, en una suerte de dialéctica jurídica, los colonos reclamaban para sí derechos que, precisamente, correspondían a la tradición de los ingleses, ya que la “Ley del Azúcar” de 1764 (formalmente llamada Ley de Ingresos Públicos) tenía como fin primordial gravar con impuestos a las colonias, y así como fue pionera en este objetivo también lo fue en producir el primer alzamiento en Boston el 24 de mayo de 1764, del cual surgió el reclamo sobre la representación.

En otro contexto, la implementación de cierta liberalización política en la Unión Soviética, denominada glásnost, no pudo sino partir de elementos de corte liberal, en lo que hace a la apertura, aunque dentro del marco que permitía el régimen, por cierto. Su efecto, por tratarse de un Estado totalitario, fue decisivo en la caída de la Unión Soviética, que para ese entonces solo necesitaba de un “soplido” liberal, apenas una brisa, para desmoronarse definitivamente, pues la glásnost se basaba en debates públicos, a pesar de que Mijail Gorbachov, como asegura Robert Service, “no era liberal en lo político”.

El carácter genuino de muchas demandas por momentos parece verse distorsionado por formas de expresarlas que subestiman el intercambio sincero, dando así lugar a la violencia.

¿Qué sucede hoy, en el marco de la cuarta Revolución Industrial, en las democracias liberales? Acaso es posible afirmar que la democracia liberal está siendo acorralada por las promesas ínsitas en sus teorías de los valores, que, como se dijo, entroncan con autores que atraviesan las más amplias experiencias históricas. La contienda por la participación femenina, que comenzó con el derecho al sufragio, se extendió de tal manera que hoy ya no se limita a la legalización de la interrupción del embarazo, sino que busca tornar explícitas ciertas injusticias percibidas que no se agotan en lo que la legislación pudiera prescribir. En un mismo contexto, los reclamos de minorías de distinto tipo, así como las demandas de sectores conservadores e incluso nacionalistas, parecen poner al sistema de valores liberales en una tensión constante consigo mismo, pues debe comprender a todos, resguardando derechos e introduciendo obligaciones, mientras al mismo tiempo procura fomentar el policentrismo y la discusión racional. Sin embargo, el clima de la época no parece estar dotado de la racionalidad discursiva que la tradición liberal-democrática promueve. El carácter genuino de muchas demandas por momentos parece verse distorsionado por formas de expresarlas que subestiman el intercambio sincero, dando así lugar a la violencia. No es menos cierto que en no pocas oportunidades ese tipo de intercambio, en el que priman la razón y la vocación por encontrar espacios de convergencia, no arroja un resultado inmediato. Por el contrario, las contiendas racionales, aun siendo muy ásperas, implican cuotas de análisis que exigen más tiempo que el que ofrece el frenesí de la destrucción.

La destrucción creativa o la intuición de Tocqueville

Habría que preguntarse si el proceso schumpeteriano de destrucción creativa que hoy se vive en el plano económico-tecnológico, que consiste en una revolución interna que destruye constantemente lo antiguo, excede a este y si, por ello mismo, comprende también a lo social. De ser así, la suerte de crisis en la que se encuentra la democracia liberal debiera ser pasajera para prontamente dar lugar a nuevas instituciones que conserven, e incluso perfeccionen, esos valores de los que parten muchos reclamos vigentes. Pero, de no ser así, entonces tal vez sea el momento de buscar el modo de mejorar un sistema que hasta nuestros días ha permitido expresarse a todos los sujetos sociales, pero que con frecuencia es criticado por no ser, paradójicamente, más liberal, más igualitario, más democrático. Cuestión fundamental, debido a que las amenazas a la democracia liberal no solo provienen de quienes genuinamente quieren más y mejores derechos, también parten de fuerzas emergentes o históricamente iliberales cuyos valores y procedimientos son radicalmente opuestos a los del orden liberal, que, como tal, es considerado un enemigo.

Tal vez sea tiempo de recuperar la incertidumbre de Tocqueville acerca del pasado y del futuro, anclarse en el presente y luchar por la conservación de lo que no debería morir en el inevitable desenvolvimiento histórico de una institucionalidad que no termina de nacer.

ADRIÁN ROCHA es licenciado en Ciencia Política por la Universidad Abierta Interamericana, Buenos Aires. Analista político e internacional.

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One Response to Dialéctica de la democracia liberal

  1. Magdalena dice:

    Excelente artículo Adrián. Qué importante es que se hagan este tipo de análisis en los que se cuestione y reflexione sobre problemáticas contemporáneas evidenciando el dinamismo o agotamiento de cierras categorías politológicas.

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