Brexit 3.0

23 septiembre, 2019 • Artículos, CEI Gilberto Bosques, Europa, Portada • Vistas: 4958

Sky News

Inés Carrasco Scherer

Septiembre 2019

Una colaboración del Centro de Estudios Internacionales Gilberto Bosques

En 2013, David Cameron prometió dejar en manos de la población del Reino Unido la “simple decisión” sobre si estaban de acuerdo en permanecer como miembros de la Unión Europea bajo el nuevo acuerdo que había conseguido con el bloque, o abandonarla. Cabe recordar que el Reino Unido siempre fue consentido en cuanto a su relación con los otros 27 países: no adoptó el euro como moneda de cambio y no estaba forzado a participar en muchos de sus mecanismos. Cameron aseguró que la desilusión de la población con Europa estaba en niveles históricos, por lo cual era necesario relegar la decisión al público en general en vez de buscar una solución dentro del gobierno.

Sin embargo, es difícil establecer si en realidad existía un deseo popular por el referendo. Lo que sí es fácil de identificar, es cómo los gobiernos en funciones (conservadores y laboristas) buscaban gestionar una mejor política europea, mientras invariablemente, la oposición caracterizaba toda relación con Europa como dispar y mal gestionada. De igual manera, un recorrido por la historia de reportajes sobre la Unión Europea de los tabloides más leídos, particularmente del Daily Mail, dejan claro el creciente desprecio de los medios conservadores por lo que consideraban regulaciones excesivas de Bruselas. El tabloide de índole conservador es el diario de mayor circulación en el país, y es también un espacio constante de defensa al orden internacional establecido por la primera ministra Margaret Thatcher, madre del neoliberalismo.

Este y otros diarios de similar circulación, también identificaban al bloque comunitario como la causa de la disolución de la cultura británica: la migración musulmana y extranjera que aseguraban amenazaba las tradiciones del país; la sobrerregulación que impedía el crecimiento y el desarrollo de nuevas industrias, y, finalmente, la disminuida capacidad del país de gestionar su lugar en el mundo, eran todos causa de los burócratas europeos. Desde la adhesión del Reino Unido al mercado común europeo en 1975, las referencias a “Europa” como un espacio distinto y distante, menos democrático y más burocrático, comenzaron a formar parte de la retórica cotidiana, en Westminster y en el pub. Culpar a Europa resultaba fácil y, políticamente, poco costoso, hasta que no lo fue.

El impulso a menudo citado como precedente al referendo se remonta a 2012, cuando cien parlamentarios solicitaron al primer ministro Cameron auspiciar un voto popular sobre la relación con Europa. Más la realidad es que fueron cien parlamentarios conservadores, miembros del propio partido de Cameron, y no una coalición generalizada. Sin embargo, la creciente popularidad de la retórica antieuropea, promovida por Nigel Farage, líder del Partido Independentista del Reino Unido, resultó ser suficiente amenaza para Cameron, quién buscaba reelegirse en 2015. Las voces más estruendosas que deseaban removerlo como líder de los conservadores, así como la amenaza de una nueva fuerza de derecha que pudiese limitar la influencia del emblemático Partido Conservador, generaron la fuerza necesaria para que, en 2013, el Primer Ministro se comprometiera a celebrar el voto público.

Que los “educados” decidan

En su discurso anunciando el referendo, en 2013, Cameron reconoció que mucha de la motivación para auspiciarlo era legítima. Sobre todo, destacó la distancia que sentía la población general de las decisiones que estaban siendo tomadas en su nombre; en otras palabras, Cameron reconoció que el reclamo era por una mayor representación y el deseo de sentirse partícipes y no únicamente sujetos de la democracia. A su criterio, la crítica estaba limitad a la burocracia europea y a los líderes británicos que se “escudaban” detrás. El graduado de la prestigiosa Universidad de Oxford y del exclusivo Colegio Eton para varones, quizá no identificó el creciente disgusto social. ¿Por qué todos nuestros tomadores de decisiones provienen de escuelas a las cuales atiende menos del 10% de la población?

Aquí es necesaria una pequeña nota biográfica de gran número de los primeros ministros del país. Para empezar, el Colegio Eton se jacta de haber educado a 20 de los 55 primeros ministros de la historia del Reino Unido. Actualmente, cuesta más de 42 000 libras al año, casi 15 000 más que el salario del británico promedio (28 677 libras para empleados de tiempo completo), y continúa siendo exclusivamente para hombres. Aunque la Universidad de Oxford y la Universidad de Cambridge no son particularmente prohibitivas en precio (cuestan lo mismo que otras universidades de menor renombre), sí se han evidenciado como espacios elitistas.

Ambas cuentan 26 primeros ministros y a ambas primeras ministras como exalumnos. Más en 2018, una investigación desarrollada de 2015 a 2017, concluyó que jóvenes de ocho escuelas (seis de ellas privadas, las otras dos públicas, pero ubicadas en áreas especialmente afluentes) fueron ofrecidos 1310 vacantes en ambas universidades, mientras que 2900 otras escuelas de educación secundaria aseguraron únicamente 1220 lugares para sus pupilos. Esos mismos años, únicamente 7% de todos los estudiantes británicos atendieron a escuelas privadas, pero esta misma población fue ofrecida el 42% de los lugares en Oxford y Cambridge.

Que la población británica estuviera rechazando no solamente la burocracia europea sino también los liderazgos británicos, no fue una consideración que haya tomado Cameron.

La respuesta más fácil de por qué es que estas tres instituciones producen a tantos de los líderes más importantes del país, sería que es porque en estas escuelas se imparte la mejor preparación, a la gente más capaz de asumir tan compleja encomienda. No obstante que dicha justificación podría haber placado a los críticos en décadas previas, la respuesta ya no parecía tan creíble en 2016. La meritocracia del capitalismo que había defendido Thatcher, que se traduciría al mexicano como “échenle ganas” ya no podría impulsarse como dogma. El creciente fervor de las políticas de identidad, que comenzaron a esclarecer cómo y por qué había tan pocas mujeres en puestos de liderazgo, así como tan pocas personas no caucásicas en los mismos espacios, perforó la neutralidad del supuesto mérito. Desde que se identificó mediante una solicitud de acceso a la información de 2010 que 80% de los estudiantes aceptados a Oxford y Cambridge provenían de los dos estratos económicos más altos, la idea del mérito perdió fuerza.

Las revelaciones fueron devastadoras no solamente porque el Reino Unido es uno de los países mejor calificados en educación a nivel mundial (¿será que uno de los países con mejor educación primaria y superior realmente sea incapaz de producir estudiantes bien preparados para triunfar dentro de su propio sistema de educación superior?); pero también, porque ambas universidades reciben cientos de millones de libras provenientes del erario público. En el primer gobierno de Cameron, cuando se aprobó un incremento del 600% a las tarifas universitarias (de 3000 a 9000 libras anuales), el parlamentario laborista David Lammy escribió que los “dieciocho millonarios sentados alrededor de la mesa del gabinete” demostraban una autocomplacencia intolerable.

La demostraron, y demostrarían aún más en los años siguientes. Oxford y Cambridge aprendieron la lección (Cambridge reportó que en 2019 el 68% de los nuevos egresos provenían de escuelas públicas y regiones del país con menor representación en la universidad), pero al parecer muchos políticos británicos, y en especial políticos conservadores, no.

La “ignorancia” de la población

Que la población británica estuviera rechazando no solamente la burocracia europea sino también los liderazgos británicos, no fue una consideración que haya tomado Cameron. El discurso de crítica a las élites y el creciente resentimiento hacia las clases empoderadas, puede identificarse en la retórica de Farage o de Nicola Sturgeon, la líder del Partido Nacional Escocés que impulsó el referendo de independencia de la nación en 2014. Aunque Farage puede ser fácilmente descalificado como un personaje hipócrita, lo que no debe perderse de vista es la popularidad que logró su mensaje en contra del business as usual del Reino Unido. Por otro lado, Sturgeon, quién lideró el esfuerzo independentista, fue una incansable crítica del desdén de Westminster hacia “la gente común” fuera de Londres y del espacio privilegiado que para muchos representa el sur de Inglaterra.

En el discurso donde anunció su renuncia, Theresa May, considerada por muchos hasta hace algunas semanas como la peor líder del Reino Unido de la historia moderna, aseguró que el “compromiso” no debía entenderse como una mala palabra. Su búsqueda por reivindicar sus intentos de lograr una salida ordenada de la Unión Europea, evocó otro periodo convulso en la política británica: la Segunda Guerra Mundial. Su frase a favor de la importancia de los espacios comunes, citaba a sir Nicolas Winton, quién rescató a más de seiscientos niños del Holocausto. El psique británico podía rápidamente establecer los paralelos: el brexit al igual que la Segunda Guerra Mundial, han sido momentos de crisis dentro de los cuales el Reino Unido ha tenido que definirse para sí mismos y para el mundo.

En ese mismo discurso del 24 de mayo de 2019, May reconoció que “el referendo no fue solamente un llamado para dejar la Unión Europea, pero también para un cambio profundo en [el] país”. Y sí lo fue, pero no fue, como muchos quisieran hoy interpretar, una indicación de hacia donde se quería gestionar ese cambio.

Desafortunadamente, muchas de las lecturas del resultado apuntaban a una ignorancia en la población. Mientras que en la campaña a favor de abandonar la Unión Europea, el entonces Ministro de Justicia, Michael Gove, aseguró que la gente estaba “cansada” de los expertos, quienes no parecían cansarse de recordarles a todos quienes votaron en el 52% que tenían un menor grado de educación que el 48% y que además, habían sido engañados. Muchos han criticado la campaña a favor de dejar la Unión Europea (liderada por el entonces parlamentario Boris Johnson) por establecer muchas falsas premisas, en especial en cuanto a la adjudicación de mayor presupuesto al sistema de salud. La engañosa propuesta aseguraba que al dejar de pagar lo requerido a la Unión Europea, el país podría invertir aún más en sus propios sistemas sociales.

Como suele suceder, la promesa de campaña obviaba dificultades técnicas y simplificaba soluciones: es cierto que el Reino Unido aportaba cierta cantidad a la Unión Europea, pero también recibía millones en asistencia para industrias de gran relevancia, como la agricultura y la ganadería. Por ende, no era tan simple como identificar el monto etiquetado para la Unión Europea y reubicarlo, dado que el presupuesto de apoyos de la Unión se calculaba según las necesidades de los estados, sus aportaciones individuales y otros cálculos más complicados.

Promesas difíciles de cumplir

En efecto, es difícil argumentar hoy que la campaña liderada por Johnson y Gove no fue engañosa pero, ¿es suficiente razón para deslegitimar el voto del 52% de quienes fueron a las urnas? Las campañas políticas por naturaleza presentan soluciones fáciles a problemas complejos y prometen logros que son muy difíciles de concertar, pero no por eso debe desconocerse el resultado, ¿o sí?

Es una lectura fácil del resultado del referendo alegar que la población fue engañada, que no sabía por qué estaba votando o cómo le afectaría. No obstante, este tipo de lectura está al centro de la gran crisis de legitimidad que actualmente vive la clase política británica: ¿alguna vez escucharán a la gente sin descalificarla? No será posible que, aunque hicieran caso omiso de las campañas de desprestigio para la Unión Europea y que sí entendieran las advertencias económicas del Banco Mundial, ¿aún hubiesen votado por la opción que representaba un rompimiento con todo el statu quo?

Desde México, es impensable despreciar la calidad de vida del británico promedio. No obstante, cada quién cuenta como le fue en la feria. Para el 52% de la población que acudió a votar en junio de 2016, el país iba por mal camino y, por primera vez, les estaban preguntando directamente si deseaban cambiar de rumbo. ¿Son tontos o poco educados por confiar en que el gobierno sabría qué hacer con cualquier respuesta, dado que ellos mismos plantearon la pregunta? ¿Cómo compaginar esta supuesta estupidez del electorado en este resultado con el resto de la historia de los comicios del Reino Unido? Si ocurrió únicamente un año después de la segunda elección de Cameron, ¿debería ponerse en duda también la capacidad mental de quienes votaron por él? Y, más importante aún, ¿tiene un ciudadano que poseer cierta inteligencia para emitir un voto? Esta línea de argumentación se torna cada vez más siniestra y antidemocrática.

Es innegable que la participación en el referendo fue menor que en la de la elección de 2015, no obstante, Cameron anunció su intención de auspiciar dicho referendo desde 2013, por lo cual es valido decir que “bajo aviso no hay engaño”. Es cierto también que la población de mayor edad fue la que acudió a votar en 2016 por el 52%, reflejo del desinterés de los jóvenes en asumir su responsabilidad ciudadana. Si el desinterés nace de una falta de fe en los procesos democráticos o una resignación ante el statu quo, es tanto culpa de los jóvenes como culpa del Estado.

Cuando May asumió el cargo que Cameron consideró insostenible mantener, en julio de 2016, su definición buscó asegurar que los elementos más radicales del Partido Conservador y que la derecha afuera de Westminster, liderada por personajes como Farage, no pudieran criticar su salida. Optó por interpretar los comicios como un voto a favor de abandonar el Mercado Único, la Unión Aduanera, la Jurisdicción del Tribunal de Derechos Humanos y acabar con el libre movimiento. Es decir, todos los principios de la Unión Europea.

Después de May, llegó Johnson, el mesías del brexit. Por fin, quién tanto había defendido el proceso, estaría encargarlo de liderarlo.

Como bien sabemos, el Parlamento la humilló tres veces, asegurando que aún dentro de esta dura posición de rechazo, el nuevo acuerdo pactado limitaba la independencia del Reino Unido y lo mantenía demasiado cerca de Europa. Los tabloides clamaban por un líder más fuerte y menos dispuesto a comprometerse, un líder que no temiera ejercer la voluntad popular. Al querer complacer a su partido, May cayó en el mismo error que Cameron: escoger al partido sobre la patria e interpretar el deseo popular de manera que le fuese más conveniente.

Los parlamentarios durante su gobierno también utilizaron el proceso para avanzar sus propias agendas; rechazar todo acuerdo presentado por una posición personal que podrían o no compartir sus votantes, así como rechazar todo acuerdo presentado por considerar que no era una interpretación adecuada de la voluntad popular, fueron dos formas de exhibir una soberbia que nuevamente paralizó al gobierno.

El mesías del brexit

Después de May, llegó Johnson, el mesías del brexit. Por fin, quién tanto había defendido el proceso, estaría encargarlo de liderarlo (no puede omitirse que cuando se buscaba el remplazo de Cameron, Johnson retiró su nombre de la contienda). Johnson, casi respondiendo a los críticos de May, optó por un camino duro, sin compromisos y sin diálogo. Su tajante promesa de hacer valer el resultado de la democracia directa, han lanzado al país, basado en la democracia representativa donde el Parlamento es soberano, en una crisis de legitimidad sin precedentes. Cuatro años después de que Cameron consideró apropiado arropar a las voces de derecha más disruptivas de su partido en el seno del mismo para consolidar 5 años más de gobierno para él y su partido, el ejecutivo y el legislativo británico se enfrentan a la mayor crisis de confianza en su historia.

Hoy, Johnson logró silenciar al Parlamento. Asegura que sus acciones defienden la democracia directa, el deseo de la gente. No obstante, sus acciones van en contra de las bases políticas del país y han causado una absoluta distorsión de los procesos del Reino Unido. Después de protestas de millones de personas y peticiones con millones de firmas al Parlamento, ¿podríamos asegurar que su gobierno representa la voluntad popular? Cuando los británicos votaron en 2016, no emitieron juicio sobre cómo definir la salida de la Unión Europea, pero sí esperaron que su voz fuera escuchada para lograr un cambio fundamental en el país.

Mientras tanto, Cameron y May lograron conseguir los más altos honores del Imperio británico para gente cercana a su gobierno. Hoy, más hombres y mujeres, probablemente de Oxford, Cambridge y Eton y sus equivalentes, agregarán el Orden del Imperio Británico al final de sus nombres. Se reporta que Cameron escribió un libro sobre su vida, mientras que May continúa ocupando un escaño en el Parlamento.

El gobierno británico carece de legitimidad no por qué haya sostenido un referendo que perdió, pero porque fue incapaz de justificar el por qué de dicho proceso, así como también ha sido incapaz de interpretar la crítica más grande de la población: no entienden que no entienden.

INÉS CARRASCO SCHERER es maestra en Relaciones Internacionales por la London School of Economics and Political Science y licenciada en Historia por el King’s College London. Actualmente dirige el área de Análisis e Investigación del Centro de Estudios Internacionales Gilberto Bosques del Senado de la República. Sígala en Twitter en @inesetcetc.

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