Afganistán: la guerra y la paz

5 agosto, 2021 • Artículos, Medio Oriente, Portada • Vistas: 3255

T13

Mauricio D. Aceves

Agosto 2021

A pesar de las pláticas de paz, las misiones humanitarias y los acercamientos bilaterales y multilaterales en los que han participado diversas fuerzas, la espiral de violencia al interior de Afganistán no ha mostrado signos de contracción, mientras que la sangre sigue comprometiendo la paz en el país y la estabilidad en la región. Hasta el momento, no hay acuerdo que haya prosperado; los tratados y la tinta se han quedado en los escritorios, al tiempo que las divisiones étnicas y sectarias prevalecen y son exacerbadas por liderazgos y grupos armados que luchan por motivos distintos y que pareciese tienen mucho que ganar en tiempos de guerra y mucho que perder con la llegada de la paz.

Actualmente, la resolución del conflicto en Afganistán orbita, principalmente, en cinco canales de negociación: el primero refiere a las conversaciones entre el gobierno afgano, conducido por Ashraf Ghani Ahmadzai, y al grupo Talibán, dirigido por Haibatullah Akhundzada; el segundo se centra en los acuerdos entre Estados Unidos y los Talibanes, en la que también Catar, Pakistán y Turquía han participado como facilitadores; el tercero se lleva a cabo en mecanismos e instancias internacionales, en las que China y Rusia desempeñan un papel medular; el cuarto se lleva por medio de la negociación entre el gobierno de Ghani y las potencias regionales, como Irán y Turquía, y, por último, los canales al interior del ecosistema afgano, en los que coexisten diversos liderazgos y señores de la guerra que tienen bajo su control provincias o distritos aislados y que cuentan con un sistema de alianzas eventuales.

Además, en el entorno actual, hay dos factores que producen un alto riesgo humanitario en Afganistán y que alimentan el conflicto: la fragilidad institucional e incluso la ausencia de la figura del Estado en buena parte del territorio, y los efectos adversos del cambio climático, que se traducen en una reducción drástica de las precipitaciones, provocando escasez de alimentos y de agua en la mayor parte del territorio (la economía afgana ha estado tradicionalmente enlazada a la agricultura y al pastoreo). La primera cuestión requiere de estabilidad y tiempo —recursos limitados por el conflicto armado y por la urgencia— para construir un aparato de gobierno independiente, con alcance nacional, que provea de certeza, inclusión de las partes y consensos; la segunda es inevitable, la desertificación agudiza la crisis humanitaria y actúa como catalizador del desplazamiento forzoso.

En el entorno actual, hay dos factores que producen un alto riesgo humanitario en Afganistán y que alimentan el conflicto: la fragilidad institucional y los efectos adversos del cambio climático.

Por otra parte, el anuncio de la retirada de los activos de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), no solo condicionó el proceso de paz intraafgano, agudizando la crisis institucional por la incertidumbre y propiciando un incremento de actividades insurgentes debido a la pérdida de elementos disuasivos, sino que también ha provocado reacciones en el plano internacional, por ejemplo, el cierre de la embajada de Australia en Kabul o la evacuación de personal diplomático del consulado de la India en Kandahar ante los riesgos relacionados a la violencia; la intranquilidad en materia de seguridad originada en Asia Central y en potencias regionales, como Arabia Saudita, la India, Irán y Pakistán, lo mismo que en actores extrarregionales con intereses en Afganistán, como China, Rusia y propiamente en los miembros de la OTAN. Lo anterior está estrechamente ligado a la expansión de la insurgencia Talibán por medio de las principales arterias del país que recorren la periferia cercana a la frontera con Irak y Pakistán, y cuya influencia y avance territorial se expande en cada anochecer.

Este cambio de curso ocurre tras 20 años de guerra, en los que se han registrado más de 241 000 decesos violentos —incluyendo la muerte de más de 71 000 civiles, 78 000 elementos del ejército afgano, más de 85 000 combatientes de oposición y aproximadamente 7000 bajas entre las filas de la OTAN—, a los que se suman cientos de miles de muertes provocadas por el hambre, las heridas y las enfermedades. Recientemente, la Misión de Asistencia de la Naciones Unidas en Afganistán (UNAMA) documentó un aumento de 38% en víctimas civiles en los 6 meses posteriores al inicio de las negociaciones de paz en Doha en septiembre de 2020 respecto al mismo periodo del año anterior, demostrando que las conversaciones no han reducido el daño en la población civil.

Parálisis de las negociaciones

El aviso de la retirada por parte de la coalición liderada por Estados Unidos tiene un impacto moderado en el aspecto militar, pero es una carta importante en el plano estratégico. En primera instancia, Estados Unidos pierde poder de negociación y también debilita al gobierno de Afganistán ante una posible transición. Si bien la capacidad de disuasión se desvanece y las Fuerzas de Seguridad Nacionales Afganas pierden apoyo táctico, el número de activos militares de la coalición que actualmente se encuentran en Afganistán no representan una fuerza determinante ni tampoco fueron una barrera para frenar la escalada de violencia durante 2020 y el primer semestre de 2021 o para interrumpir la expansión de insurgencias a lo largo del territorio.

Del mismo modo, la retirada de tropas de la coalición no implica la retirada de contratistas de seguridad ni el apoyo financiero o técnico a aliados en la región y dentro de Afganistán, los cuales seguirán contando con peso en la política interna. Es decir, hay una reconversión de un plan militar en una misión de soporte al gobierno de Ghani —que no aceptará un gobierno compartido con los talibanes—, cerrando así un ciclo de soluciones militares para Afganistán. Esta circunstancia representa una apuesta de alto riesgo para la OTAN, ya que las implicaciones de una confrontación directa entre potencias regionales o de una nueva ocupación tendrían desenlaces en detrimento de la seguridad internacional. Las memorias de la ocupación no podrán ser borradas y las secuelas aún no terminan de mostrar sus efectos en la evolución del conflicto, pero, ciertamente, abandonar peso político, militar y económico de una guerra prolongada es una oportunidad para replantear objetivos regionales y para fortalecer posicionamientos internacionales, sin embargo, la historia militar demuestra que toda retirada táctica demanda concesiones.

Por su parte, la agrupación Talibán, significativamente fortalecida por la coyuntura, debe retrasar las negociaciones hasta el 11 de septiembre de 2021, tiempo de espera desprovisto de significado en comparación con 43 inviernos de guerra civil. Las conversaciones intraafganas se han estancado y no hay condiciones ni incentivos para cumplir o renovar los acuerdos alguna vez alcanzados. En ese sentido, la retirada militar de la OTAN también representa una oportunidad para grupos armados para desarrollar narrativas favorables, como Al Qaeda o facciones del Estado Islámico que ya han desplegado operaciones propagandísticas. Adicionalmente, permite a los Talibanes divulgar un discurso de victoria. Sirajuddin Haqqani, líder adjunto de los Talibanes, ha declarado que “ningún muyahid jamás pensó que algún día nos enfrentaríamos a un Estado tan poderoso, o que aplastaríamos la arrogancia de los emperadores rebeldes y los obligaremos a admitir su derrota a manos nuestras. Afortunadamente, hoy experimentamos mejores circunstancias”.

Por otro lado, el reporte S/2021/486 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas muestra que el grupo Talibán cuenta con un número de combatientes que oscila entre los 58 000 y los 100 000, además de transitar por un momento psicológico favorable tras haber logrado una “victoria napoleónica” después de 20 años de insurgencia en contra del gobierno de Kabul y de las fuerzas de la OTAN desde un posición asimétrica (a mediados de junio se reportaba un dominio parcial o total de veintisiete provincias afganas por parte del grupo Talibán). En consecuencia, el robustecimiento de la capacidad militar y una moral alta representan factores que desincentivan al Talibán a negociar.

La continuidad de una cronología de ataques contra objetivos gubernamentales y civiles, una economía de guerra, el despliegue de tácticas militares para controlar caminos e infraestructura crítica, la circulación de financiamientos fantasmas para la guerra y el uso de los suministros de alimentos y agua como arma —en un contexto en el que los efectos climáticos han agudizado la pobreza y la escasez—, son muestras superficiales de la falta de intención de las partes para mantener con vida los procesos de paz y procurar una transición ordenada para formar un gobierno compartido. Actualmente, se estima que el gobierno en Kabul recauda cada año 2500 millones de dólares y gasta 11 000 millones, es decir, la mayor parte del presupuesto proviene del exterior, por lo que la continuidad de las instituciones y el flujo de las negociaciones intraafganas están atadas al financiamiento externo.

La seguridad hemisférica y el dilema del prisionero

Afganistán ha heredado una función geográfica como corredor terrestre entre el centro y el sur de Asia, por lo que la inestabilidad del país condiciona tanto las actividades económicas, el desarrollo y, propiamente, la seguridad internacional. Por este motivo, es necesario reconocer y entender puntos clave que han propiciado factores que obstruyen la resolución del conflicto y que han evolucionado a través del tiempo, entre los que se encuentran: la incapacidad de la coalición para reconciliarse con una población constantemente expuesta al desempleo, a la pobreza y a la violencia; la desviación del plan original de una intervención articulada para desactivar a Al Qaeda —plan que originalmente carecía un enfoque multidimensional del antiterrorismo y del mantenimiento de la paz—, además del aplazamiento de la ocupación; la falta de resultados de las operaciones de paz y la ayuda humanitaria dirigidas por organismos internacionales; la corrupción en los órdenes de gobierno, así como procesos electorales poblados de irregularidades y de violencia; la continuidad de divisiones sectarias, movimientos insurgentes y la irrupción de grupos extremistas; la inexistencia de figuras mediadoras fiables y con la capacidad de guiar negociaciones y asegurar el cumplimiento de compromisos; la injerencia directa o indirecta de actores externos en búsqueda de obtener concesiones estratégicas; la aparición de amenazas emergentes, como pandemias y efectos adversos del cambio climático; la configuración de microeconomías ligadas al flujo de recursos provenientes de actividades ilícitas, y la dependencia del gobierno al soporte técnico, militar, humano y financiero de actores externos.

Por el momento, las circunstancias anteriores prevalecen y su estado seguirá dependiendo, en gran medida, de lo que ocurra detrás de las fronteras afganas, por lo que habrá nuevas responsabilidades para viejos conocidos, entre los que se encuentran Arabia Saudita, China, Irán y Pakistán, que serán fuerzas clave en un paisaje precario de consensos. Sin embargo, la extensión de la guerra civil y el fortalecimiento de insurgencias ante los poderes del Estado conllevan escenarios que preocupan a las naciones contiguas, pues estas condiciones disponen de tierra fértil para el extremismo y para las operaciones criminales en el corazón de Asia. Consecuentemente, la cooperación en materia de seguridad puede alinear los intereses de la región, y China podría convertirse en el principal comisionado para desactivar el conflicto.

Pakistán siempre ha sido un jugador importante en el conflicto afgano, pero ahora asume un papel esencial ante el vacío de poder.

En esta dimensión, las preocupaciones de China yacen en la posibilidad de que Afganistán termine por convertirse en un desastre humanitario aún mayor y en una plataforma para movimientos e insurgencias extremistas, comprometiendo los proyectos de infraestructura y de cooperación económica en Asia Central, lo mismo que la seguridad delante de sus fronteras que, hasta el momento, parecen estar blindadas ante los conflictos subregionales. La apuesta de China es aprender de décadas de fracasos de procesos de paz e impulsar orden por medio del estímulo económico. Empero, la realidad en materia de seguridad y de debilidad institucional será condicionante para el éxito de los corredores económicos, como la Nueva Ruta de la Seda y el Corredor Económico de China y Pakistán. El comercio ha sido la vocación de los corredores del heartland, conectando los núcleos europeos con las esquinas más alejadas del rimland en las costas meridionales de China; sin embargo, en el contexto actual afgano, la paz puede atraer inversiones, pero los negocios no pueden establecer la paz.

Asimismo, Pakistán siempre ha sido un jugador importante en el conflicto afgano, pero ahora asume un papel esencial ante el vacío de poder. La emergencia de una versión fortalecida del Talibán como agrupación dominante le otorga a Pakistán una ventaja improbable, empero, los cambios en el tablero de “el gran juego” pueden mostrar el doble filo de esta relación. Los intereses de China y de Pakistán están alineados en el trazo de corredores económicos y para frenar el influjo de la India en Asia Central, pero toda cooperación requiere de concesiones mutuas, misma regla que aplicará para toda alianza que se configure en la región en la víspera del 11 de septiembre. En el caso de Irán y Rusia, ambos observan la retirada de las fuerzas de la OTAN como un conjuro paradójico, en el que encuentran ventaja por el retroceso militar de la coalición, pero también preocupación ante la irrupción de nuevas amenazas de un escenario inédito.

Comentarios finales y escenarios

Actualmente, la resolución del conflicto descansa en tres hojas de ruta. Por un lado, desactivar el conflicto, para lo cual hay un margen de acción limitado por el tiempo reducido y por la alta dificultad para generar consensos interiores o regionales debido a la ausencia de incentivos. Por el otro, permitir que el conflicto siga su curso —aunque con el apoyo a fuerzas proxy—, hasta que la curva de violencia se contraiga por sí misma y se reduzca en número de jugadores para negociar. Sin embargo, los efectos relacionados a la inestabilidad difícilmente serán sellados por la porosidad fronteriza, infectando con inestabilidad a toda la región. Por último, crear condiciones para posibilitar un escenario híbrido, en el que se permita que ciertas fuerzas se posicionen y se impongan a cambio del cumplimiento de compromisos vinculados a la cooperación en materia económica, de seguridad y a aspectos humanitarios.

Además, cabe resaltar que coexisten múltiples canales de negociación que incluyen actores del interior y del exterior de Afganistán, pero todos acotan la participación a un número limitado de flancos, por lo que, hasta el momento, tampoco hay vías para generar acuerdos hemisféricos. En la larga cronología del conflicto afgano, siempre han existido actores que se han beneficiado de la inestabilidad y hoy no es diferente. Conciliar un gobierno de transición luce improbable, en sentido opuesto, la ausencia de negociaciones instraafganas aumentan la probabilidad de una ampliación de la guerra civil.

Finalmente, la intervención directa o indirecta de terceros en territorio afgano en esta etapa compromete todo tipo de cooperación y añade reservas a las relaciones entre Afganistán y la comunidad internacional. Sin embargo, interrumpir una espiral de violencia que permita al extremismo resurgir y traspasar fronteras e impedir la continuidad y agravamiento de la crisis humanitaria y de los desplazamientos forzados, pueden concebirse como objetivos compartidos a pesar de que siempre habrá reservas que mancillen la cooperación. La rivalidad geopolítica es parte inherente del suelo afgano, al que históricamente la paz ha llegado tarde y a un alto costo.

MAURICIO D. ACEVES es licenciado en Relaciones Internacionales por la Universidad del Valle de México, maestro en Seguridad Pública y Políticas Públicas por la IEXE Escuela de Políticas Públicas y diplomado en Dirección de Operaciones de Inteligencia y Contrainteligencia por el Campus Internacional para la Seguridad y Defensa. Es analista independiente sobre resolución de conflictos y procesos de paz, y autor de diversos artículos relacionados con la seguridad internacional y el Medio Oriente. 

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One Response to Afganistán: la guerra y la paz

  1. […] de las poblaciones, son algunos retos que ponen a prueba la estabilidad. En este sentido, el regreso de los talibanes al control del gobierno central afgano, abrió la puerta a una nueva nar…. Los conflictos, al igual que sus resoluciones, no se ajustan a los límites territoriales […]

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