Dignidad humana y combate al narcotráfico en México

17 febrero, 2020 • Latinoamérica, Opinión, Portada • Vistas: 8596

Periódico Correo

Álvaro Rodríguez Tirado

Febrero 2020

A Oscar Martínez-Cecías

In Memoriam

Sorprende el hecho de que el concepto de dignidad, y específicamente, de dignidad humana, sea tan significativo en la temática de la filosofía de la persona y, también que, al hablar de los derechos fundamentales del hombre, sea un concepto de uso tan reciente que su acepción, a saber, como la valía moral inherente a todas las personas por igual, solo ha sido reconocida a partir de los siglos XVIII y XIX.

Su carácter fundamental es incontestable, cuando se pretende establecer una línea que sabemos nunca debería cruzarse. Los grupos marginados y oprimidos en todo el mundo enarbolan sus banderas de protesta en aras de salvaguardar su dignidad, mientras que toda suerte de organizaciones humanitarias se inspiran para su cabildeo precisamente en ese concepto, y las constituciones de muchos países parten del concepto de la dignidad de la persona para fundamentar los derechos fundamentales e inalienables que le pertenecen, y que deberían ser reconocidos a toda costa por cualquier gobierno en turno, sin importar su ideología.

¿Significa esto que el concepto de dignidad de la persona surgió tardíamente? No exactamente, pues si lo que entendemos es que la palabra “dignidad”, empezó a circular a partir de esa fecha, la tesis sería, falsa. La palabra dignidad (del latín: dignĭtas) se empleaba desde la Grecia de Pericles y la Roma de César Augusto, solo que su acepción era distinta: en los escritos grecolatinos estaba asociada con nociones de mérito y rango en una determinada jerarquía social. En otras palabras, previo a los siglos XVIII y XIX, como lo menciona Jeremy Waldron, la palabra dignidad se usaba para hacer referencia al estatus social de una persona, y se asociaba a nociones como nobleza, caballerosidad, gracia, gravitas, e incluso distinción en el orden jerárquico de la iglesia. De ahí surgió nuestra costumbre, vigente hasta hoy, de hablar de la dignidad de reyes y reinas, o como lo revela el uso del vocablo dignatario.

Ahora bien, lo que mejor podría explicar este cambio de acepción de la palabra dignidad, es la transformación que, a la par, ha sufrido nuestra forma de entender los derechos humanos. Pocos conceptos en la teoría política se han granjeado tal aceptación como la que recibió la idea de que los seres humanos son poseedores de unos derechos inalienables, como de manera célebre lo describiera la Declaración de Independencia de Estados Unidos en 1776. Si preguntáramos con base en qué poseen los seres humanos esos derechos, la respuesta que se ofrece es que esos derechos derivan del valor intrínseco del ser humano, y, hoy todos concluiríamos que esto es sinónimo de la tesis sobre la dignidad humana. Y, sin embargo, en ningún momento se menciona la palabra dignidad en la Declaración estadounidense, como tampoco lo hace su Constitución Pero, la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos de 1917 sí lo hace, aunque no queda claro que el concepto sea precisamente el concepto moral de dignidad (entendida como el valor moral intrínseco de la persona) ni que se haya postulado como el fundamento último de los derechos del hombre. Es hasta 1948, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en donde se usa la palabra dignidad con esa connotación y se propone el concepto como una justificación de su contenido. A partir de entonces, el uso del término se amplió hasta aparecer en contextos por demás distintos, pero ya con el significado moral antes descrito.

La espiral de violencia y asesinatos en México pareciera no tener fin, lo que deja a la vista que nuestra sensibilidad se vea atropellada por desgarradoras noticias de sangre y muerte.

Toca ahora discernir qué fue lo que sucedió antes de 1948, es decir, conviene preguntarnos si realmente la acepción moral del concepto de dignidad se remonta tan solo a 2 o 3 siglos antes, o bien, su uso es vetusto y se expresaba entonces por medio de una terminología distinta. Cualquiera que sea el caso, podemos preguntarnos a quién podemos citar como el precursor de la idea moderna de la dignidad humana.

Immanuel Kant, célebre filósofo alemán de la Ilustración, en su obra Fundamentación de la metafísica de las costumbres, sostuvo que las personas deben ser consideradas siempre como un fin en sí mismo, y no tan solo como un mero medio para alcanzar algún objetivo ulterior. La razón es, según Kant, que los seres humanos no tienen un precio, pero sí dignidad (würde):

Lo que tiene un precio puede ser remplazado por algo como su equivalente; lo que, por otro lado, está por encima de cualquier precio y, por ende, no acepta equivalente alguno, tiene dignidad.

Una nota importante acerca del concepto de dignidad como lo entendemos ahora es que no parecería ser una característica del ser humano que requiera que la persona haga algo para obtenerla, sino que le pertenece por su propia naturaleza, es decir, es algo inherente al ser humano como persona. En otras palabras, el ser humano tiene dignidad por el simple hecho de serlo, esa dignidad que comparte con todos sus congéneres le acompaña toda su vida desde el nacimiento hasta la muerte. Pero para actuar con dignidad el ser humano tiene que hacerlo de conformidad con su propia naturaleza, es decir, con su racionalidad, y no como resultado de cualquier impulso.

La dignidad humana frente a la violencia

La espiral de violencia y asesinatos en México pareciera no tener fin, lo que deja a la vista que nuestra sensibilidad se vea atropellada por desgarradoras noticias de sangre y muerte que han llegado a configurar verdaderas escenas dantescas de horror y dolor. En ese sentido, la masacre acaecida en noviembre de 2019 en Sonora, en la que fueron asesinados nueve miembros de la familia LeBarón, entre ellos tres mujeres y seis niños, no es la excepción. Naturalmente, no es mi papel intentar desbrozar el camino para encontrar al verdadero culpable de semejante ruindad, pues ese es el papel de las autoridades. Lo que sí deberíamos preguntarnos es sobre la visión tan distorsionada que posee el criminal, quién actúa sin miramientos ni escrúpulos de ninguna naturaleza.

Recientemente, en una de sus giras de fines de semana por el interior de la República Mexicana, le preguntaron al presidente Andrés Manuel López Obrador si quienes pertenecen al crimen organizado también son pueblo, a lo que respondió que sí lo son. ¿Faltó a la verdad? El problema no es realmente determinar si pertenece o no al pueblo un miembro del crimen organizado, sino si lo incluye el concepto de “pueblo” como lo usa un populista como López Obrador. El pueblo es quién está de acuerdo con él, con sus propuestas y su modelo de gobierno; los otros son fifís, conservadores y neoliberales. El crimen organizado, curiosamente, sí es pueblo, quizá por exclusión, pues no es ni fifí, ni conservador ni neoliberal.

Parecería que la insistencia de López Obrador de incluir al crimen organizado dentro de su etiqueta de pueblo obedece a su reconocimiento que todos ellos son poseedores también de derechos humanos, pues ¿quién dudaría que son personas? Quizá se trata de personas que desviaron el camino, pero, si lo hicieron, en opinión de López Obrador, seguramente es porque se vieron orillados a hacerlo, de manera que se merecen un trato justo y respetuoso, lo que es algo que todos se los debemos por respeto a su dignidad como personas y de la cual, como hemos visto, se desprenden todos los derechos humanos que reconocemos como tales. Pero, ¿no se trata de un respeto recíproco?

No parecería muy difícil pasar de la concepción que tiene el presidente López Obrador, en el sentido que todos debemos respeto a la dignidad de los criminales porque también son seres humanos, a la necesidad de perdonarlos y buscar una solución pacífica a la terrible situación que padecemos, sobre todo ahora que ya quedó plenamente demostrado que tratar de combatir el fuego con el fuego sencillamente no funciona, y lo único que se logró en sexenios anteriores es hacer de nuestro país un verdadero cementerio. De manera que tenemos que intentar otra solución, otro camino, y la ruta que se nos propone como la más plausible, es atacar las causas por las que el crimen organizado se vio orillado a buscar una ruta alternativa. Y esas causas, dice López Obrador, tienen que ver con las condiciones de pobreza y marginación en que han vivido, resultado incuestionable de las políticas neoliberales del pasado.

¿Hasta dónde y para quién los abrazos?

Dada su vocación político-religiosa, López Obrador tiende a buscar siempre el ángulo humano de las problemáticas que aquejan al país, y el combate al narcotráfico no es una excepción. Por eso, con frecuencia nos presenta una andanada de recomendaciones de cómo mejor enfrentarlos (mediante acusaciones con sus madres, con perdones y reproches inocentes y, en fin, con “abrazos y no balazos”), todo lo cual nos parece una fruslería en el mejor de los casos y una burla grotesca en el peor. Pero al darle voz a esas ideas, que parecerían acomodarse mejor en un “cuento de hadas” ―como dijera recientemente un reportero del The New York Times―, López Obrador pretende transparentar su perspectiva humanista que trae a colación de manera explícita, sobre todo cuando se encuentra en aprietos como cuando respaldó la liberación de Ovidio Guzmán López, hijo de Joaquín El Chapo Guzmán, durante un operativo realizado en octubre de 2019 en Culiacán, Sinaloa.

En esa ocasión, López Obrador sostuvo que no estaba dispuesto a sacrificar vidas humanas en aras de retener a un criminal que ya había sido aprehendido por las fuerzas armadas, razón por la cual optó por devolverle la libertad. La razón que adujo el Presidente fue la del humanismo que distingue su estrategia de lucha en contra del narcotráfico, y que la contrasta y distingue de la guerra de Calderón que, según refiere, fue de exterminio.

Para López Obrador, el simple hecho de que se pusieran en riesgo múltiples vidas humanas, justificaba un trato deferencial del capo que se tenía aprehendido. Pero esto es reflejo de una posición utilitarista, que nos dice que el bienestar del mayor número debe prevalecer a toda costa, no importa qué suerte corra él, o los, que se encuentran en minoría. Ante una posición utilitarista como la que hemos descrito, se suele contraponer lo dicho por Kant en torno a la dignidad humana, es decir, ante la voz condenatoria de la mayoría, se realza ese valor intrínseco de la persona que explica que una persona no tenga precio y, por ende, no tenga tampoco equivalente, y, en consecuencia, explica por qué no se puede avasallar sencillamente su dignidad simplemente porque se encuentra solo, o en minoría, en un determinado grupo de personas

La dignidad en juego

Sí, en principio, todos los seres humanos tienen dignidad, pero puede actuarse de manera total y absolutamente irracional, inspirada en el odio y la pasión, sin ningún respeto a la dignidad de la otra persona y, por ende, sin ningún respeto a la dignidad propia, en síntesis, podemos actuar de una manera totalmente indigna del carácter que ostentamos como personas. Y en esos casos, difícilmente podemos reclamar que se nos trate con dignidad, pues nosotros mismos hemos renunciado a ella.

¿Aprobaría Kant esta reflexión? Una lectura más detenida y juiciosa de los textos kantianos, nos revelan que, para él, lo que tiene valor no es simplemente la pertenencia a una especie en la escala de la evolución, sino, en realidad, la calidad de las acciones que llevamos a cabo, es decir, si se inspiraron o no en el ideal de la razón y se apegaron al modelo racional de actuar o, por el contrario, fueron el resultado de un impulso ciego y desbocado. Para Kant, al actuar de manera autónoma, actuamos en libertad y con libertad; mientras que, si actuamos meramente bajo un impulso sin dar lugar a ningún tipo de razonamiento, no logramos lo primero ni lo segundo.

Cuando actuamos libremente, lo hacemos en virtud de que decidimos qué hacer como resultado de un proceso de deliberación mediante el cual analizamos diversas posibilidades, las ponderamos y llegamos a la conclusión que nos indica el curso de acción a seguir en virtud de que estamos convencidos que ese es, a todas luces, el mejor camino para alcanzar el objetivo que nos hemos propuesto. En todo este proceso, la concepción que subyace de mi persona, es la de un ente libre, que se considera como un fin en sí mismo, que se maneja de manera autónoma, y que no duda que esa es también la manera como las otras personas se conciben a sí mismas, o sea, como fines en sí mismos, que deciden cómo comportarse autónomamente, esto es, de conformidad a los dictados de su razón.

Ahora bien, todas estas consideraciones parecen ociosas, si no es que risibles y ridículas, en un contexto de violencia y muerte como el que vive México. Jesús Silva-Herzog Márquez, en su nota “Sobre el horror” publicada en el periódico Reforma el 11 de noviembre de 2019, describe cómo hemos transitado hacia la barbarie: “La crueldad se ha convertido en un espectáculo, en un rito, en un mensaje”, y continúa:

Aquí se escribe con cadáveres. Esa es la siniestra caligrafía de nuestro tiempo. Los avisos aparecen en huesos dispersos y en cenizas; en cuerpos colgados, en muertos sin cabeza, en las sombras de los desaparecidos, en las fosas escondidas.

¿Qué caso tiene, nos preguntamos, traer a cuento todas esas disquisiciones filosóficas sobre los derechos humanos y la dignidad del hombre en la situación de barbarie que nos ha tocado vivir? ¿Para qué invertir el tiempo en determinar si a un criminal que, como dice Silva-Herzog Márquez, hace cosas verdaderamente inconcebibles, le queda algo de dignidad que reclame respeto de nuestra parte? La pregunta es obligada porque debemos tener en claro por qué no es suficiente pertenecer a una especie, la que se conoce como seres humanos que, en principio, nos sitúa en una categoría distinta al resto de las cosas y los otros seres vivos, para hacerse acreedores al título de poseedor legítimo de la dignidad del hombre y, en consecuencia, de todo el cúmulo de derechos humanos. De otra manera, no hay, al final del día, forma alguna de argumentar en contra de la estrategia general de “abrazos no balazos”, como una opción para combatir a las bandas del narcotráfico, toda vez que ellos, como bien dice López Obrador, también son seres humanos.

Hemos visto que sí, en efecto, son seres humanos, pero ni para Kant ni para nadie, eso es suficiente para reclamar un trato digno cuando su comportamiento revela una sensibilidad totalmente atrofiada y una racionalidad notoriamente inexistente. Lo apabullante de la evidencia en contrario, nos hace realmente cuestionarnos si disponemos de calificativos para juzgar sus acciones, o si lo que sucede es, más bien, que los vemos como seres que habitan un mundo totalmente aparte, cuya única semejanza con nosotros es su apariencia física, pero cuyo mundo interior está habitado por moradores con heridas de un pasado siniestro que no compartimos en lo absoluto.

Ese resentimiento es lo que, con toda seguridad, a estos hombres les impide ver a las otras personas como lo que son, seres con valor y dignidad, con derechos y obligaciones, con sueños y pesares, con planes y proyectos, y por ende son incapaces de obsequiarles un mínimo respeto y dispensarles un trato justo. Al contrario, los ven como objetos, como medios para enviar su mensaje de crueldad. Otra vez, Silva-Herzog Márquez:

No se trata simplemente de eliminar al otro, se trata de convertir un cuerpo triturado en símbolo de un reino. Más que un rudo medio para lograr un fin, la violencia mexicana de este tiempo impone su locura como lógica.

Por lo anterior, estoy convencido que una estrategia para enfrentar el flagelo del narcotráfico, como la que propone el actual gobierno de atacar las verdaderas causas y, mientras llega la bonanza, enfrentarlo mediante “abrazos no balazos”, está condenada a ser un estruendoso fracaso. No, tristemente, al menos desde la época en que Platón escribió su diálogo Fedro, sabemos que el alma humana tiene una naturaleza conflictiva, es decir, no podemos negar que en nuestro fuero interno se albergan también ciertos impulsos negativos que solo aprendemos a refrenar y controlar mediante el uso de la razón. Por eso no basta, para hacernos acreedores a esa distinción que nos ofrece la dignidad, pertenecer a una determinada especie. Es necesario actuar siempre con respeto a los otros y a nosotros mismos. Toca al Estado recordarnos que esa es nuestra tarea.

ÁLVARO RODRIGUEZ TIRADO es licenciado en Derecho por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y doctor en Filosofía por la Oxford University. Es socio-fundador de la consultoría Asesoría Estrategia Total, y se ha desempeñado como Director General en la Oficina de Coordinación en la Presidencia de la República de México, Director General y Fundador del Centro Nacional de las Artes y Ministro de la Embajada de México en Washington. Es autor de La emancipación del espíritu, hacia un humanismo sin teología. Actualmente es consultor independiente. Sígalo en Twitter en @doctoraltirado.

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2 Responses to Dignidad humana y combate al narcotráfico en México

  1. Ramón Antonio Basurto dice:

    No se trata de dignidad humana, queda claro que es la incapacidad del Estado para proporcionar seguridad a sus ciudadanos y evitar el costo político que le pudiera traer aplicar la fuerza del mismo.
    El actual Gobierno mantiene su hipótesis que la población marginada optó por el narcotráfico para satisfacer sus necesidades; sin embargo, es este el que ha corrompido a la sociedad mexicana en general.

  2. LUCERO RUIZ dice:

    Retomo esta frase: «…son seres humanos, pero ni para Kant ni para nadie, eso es suficiente para reclamar un trato digno cuando su comportamiento revela una sensibilidad totalmente atrofiada y una racionalidad notoriamente inexistente…», desde mi perspectiva, y con base en los postulados del propio Kant, esos seres humanos que han actuado en contra de toda moralidad y racionalidad, no dejan de ser eso: seres humanos, y sus actos, por supuesto que están basados en la razón, puesto que saben las consecuencias de. Pero eso no significa que dejen de poseer dignidad. ¿Eso significa que tenemos que tolerarlos? No, empero tendríamos que insertar otro concepto: el de la justicia. Misma que por supuesto se basa en esos estándares de racionalidad y dignidad.

    Ahora bien, es evidente, que bajo la lógica de este gobierno (independientemente de los que anteceden, que también son criticables) la justicia parece estar inerte, en suspenso… esperando que alguien, en el conteo correspondiente, llegue hasta el número diez y solo entonces salir a buscar a aquellos que se esconden de ésta.

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