Los 100 años de historia del Consejo de Relaciones Exteriores

12 julio, 2021 • Reseñas • Vistas: 3292

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The Council on Foreign Relations: A Short History, George Gavrilis, Nueva York, Council on Foreign Relations Press, 2021, 186 pp., us$9.99. Descarga gratuita en ..

Al finalizar la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos se vio envuelto en un intenso debate sobre cuál era su papel en el mundo. Las facciones aislacionistas y unilateralistas en el Senado se opusieron al presidente Woodrow Wilson y votaron por mayoría en contra de la Liga de las Naciones, lo que dejó a uno de los países más poderosos de esa época fuera de una organización destinada a mantener la paz internacional. Otros estadounidenses se mantuvieron firmes en su posición de que Estados Unidos no debía atrincherarse tras sus dos océanos y que solo estaría seguro si adoptaba una posición de liderazgo en el mundo. En buena medida, esta falta de consenso sobre el papel de Estados Unidos motivó a un pequeño grupo de empresarios y dirigentes de la sociedad civil a fundar en 1921 el Consejo de Relaciones Exteriores (CFR), con la misión de “propiciar un diálogo permanente sobre asuntos internacionales que afectan a Estados Unidos”.

Los fundadores del CFR crearon una importante institución estadounidense. Sin embargo, no supieron persuadir a sus conciudadanos de que su país estaría más seguro si asumía un papel activo en los asuntos mundiales. Por el contrario, en el transcurso de las 2 décadas siguientes, el aislacionismo y el proteccionismo fueron las ideologías prevalecientes. Tuvo que pasar la Segunda Guerra Mundial y luego la Guerra Fría para convencer a los estadounidenses de la necesidad de una participación significativa y sostenida de parte de Estados Unidos en los asuntos internacionales.

Aun así, nunca se comprendieron del todo las razones. Había un consenso en cuanto a la participación estadounidense en el mundo (en oposición al aislacionismo), pero de ninguna manera se había resuelto la cuestión de la naturaleza y el grado de esa participación, como dejó claro el prolongado e intenso debate sobre la guerra de Vietnam. Con todo, había acuerdos amplios sobre los puntos esenciales del papel del país. Incluían suficiente capacidad defensiva disuasoria que, de ser necesaria, podía usarse en diversas contingencias en todo el mundo; el apoyo a las alianzas en Europa y Asia; la adopción del libre comercio, y la participación activa de Estados Unidos en la plétora de instituciones internacionales creadas, en gran medida, por diplomáticos estadounidenses después de la Segunda Guerra Mundial.

Sin embargo, al terminar la Guerra Fría Estados Unidos perdió la brújula que orientaba su camino por el mundo. La doctrina de la contención, formulada por el diplomático estadounidense George F. Kennan (y publicada por primera vez en las páginas de Foreign Affairs), logró sobrevivir a todos los embates, menos a su propio éxito. Después de 40 años de presión externa, sumados a las propias fallas internas, más las políticas y la personalidad del presidente Mijail Gorbachov, se produjo la disolución del imperio y el Estado soviéticos. La Guerra Fría terminó de una manera y en unos términos que ni los más optimistas imaginaron, y no había muchos acuerdos sobre los objetivos ni sobre los medios que debía emplear la política exterior estadounidense.

Durante las 3 últimas décadas, en parte impulsado por la intervención en Irak y la ocupación de Afganistán (empresas costosas y para muchos equivocadas), el debate ha llegado a las preguntas más básicas: ¿Estados Unidos debería apoyar todavía sus alianzas, participar en instituciones multilaterales, adoptar (aunque sea de forma condicionada) el libre comercio y promover los derechos humanos y la democracia? No hay consensos, además de que cada vez se comparten menos premisas, pese al hecho de que durante los últimos 3 cuartos de siglo el mundo se ha visto beneficiado por avances internacionales que no se habrían materializado de no haber sido por el esfuerzo y el liderazgo sostenidos de Estados Unidos.

Este debate probablemente se intensifique como resultado de las crisis recientes: las pérdidas humanas de proporciones épicas de la pandemia de covid-19, la profunda dislocación económica y el recrudecimiento de la desigualdad, las protestas contra el racismo y el comportamiento de la policía, y el surgimiento de divisiones políticas internas aún más profundas, marcadas y exacerbadas por los horrendos acontecimientos del 6 de enero de 2021. Muchos concluirán que Estados Unidos carece de los recursos, la unidad y las condiciones para ocuparse del mundo cuando hay tanto que hacer dentro de sus fronteras.

Lo que vuelve tan relevante el debate interno es que no tiene lugar en el vacío, sino en un mundo en transformación: el resurgimiento (o, en algunos casos, la persistencia) de rivalidades entre potencias (de Estados Unidos con China y Rusia, de China con la India y Japón, y entre Rusia y Europa). Mientras tanto, el Medio Oriente muestra pocos indicios de estabilidad. Más de una de cada cien personas en el mundo —más de ochenta millones de hombres, mujeres y niños— han sido desplazados internamente o son refugiados.

Lo novedoso y diferente de esta época son los retos que plantea la globalización. El 11-S mostró el alcance mundial de una nueva generación de terroristas. La pandemia de covid-19 es otro ejemplo; lo que comenzó en Wuhan no se quedó ahí. Corea del Norte insiste en la proliferación nuclear (con el incremento del número y la calidad de los sistemas de lanzamiento), mientras que Irán ha reiniciado actividades que había acotado el pacto nuclear de 2015. El cambio climático causa incendios, tormentas violentas e inundaciones. Internet puede ser tanto una tabla de salvación como un flanco vulnerable.

Además, el futuro del dólar está en entredicho debido a los enormes déficits de Estados Unidos, la desconfianza sobre su capacidad y el frecuente uso que hace este país de las sanciones económicas unilaterales, así como por el surgimiento de las criptomonedas. El comercio mundial enfrenta nuevos retos, dado que la pandemia ha evidenciado que la mayoría de los países importan bienes cruciales del extranjero, lo que alienta nuevos llamados a algún grado de autosuficiencia nacional. La pandemia igualmente ha fortalecido la exigencia de desvincular las economías estadounidense y china, sobre todo en el ámbito tecnológico.

Ahora bien, no queda claro si toda esta preocupación por el futuro impuesto por la pandemia llevará a un fortalecimiento material de la maquinaria mundial para luchar y contener las enfermedades infecciosas. De hecho, lo más notable en este momento es la inmensa brecha que se ensancha entre retos y amenazas mundiales, por un lado, y la disposición y la capacidad de los países para enfrentarlos unidos, por el otro. Con frecuencia, se habla de la “comunidad internacional”, pero la fría verdad es que poco de esa comunidad es real.

Lo que vemos se parece más a lo que había cuando se fundó el Consejo al final de la Primera Guerra Mundial que a cualquier otra época. No pienso que estas dos eras separadas por un siglo sean idénticas, pero sí que hay ecos: tendencias aislacionistas, unilateralistas y proteccionistas en aumento en Estados Unidos; el incremento de nacionalismos y populismos en todo el mundo; el surgimiento de nuevas tecnologías que, dependiendo de cómo se usen, pueden mejorar o poner en riesgo la vida, y la incapacidad de las instituciones internacionales existentes para estar a la altura de las circunstancias. Los conflictos internos de los países son cotidianos; igualmente preocupantes son los indicios de que puede ocurrir un conflicto entre países, algo que muchos consideraban improbable hasta hace poco.

El Consejo también exhibe similitudes con la organización creada hace un siglo. Sigue dedicado a preparar análisis serios y
políticamente relevantes para interesados dentro y fuera del gobierno que participan en el debate contemporáneo sobre las relaciones que debe tener Estados Unidos con el mundo.

Al mismo tiempo, la institución ha asumido otros papeles. Uno es hacer que entienda las opciones de desarrollo internacional y política exterior un sector más amplio y diverso de personas, ya sean estudiantes y sus maestros, líderes religiosos y de congregaciones, funcionarios locales y estatales o ciudadanos comunes de todo el mundo. La tecnología para lograrlo ahora cuenta con páginas de internet, blogs, podcast y redes sociales.

El Consejo también se ha vuelto un importante motor de desarrollo de talentos. Con los años, literalmente miles de jóvenes han iniciado su carrera en algún programa, internado o beca administrada por el CFR.

Es lógico que el Consejo haya cambiado en el camino. Ahora tiene más de 5000 miembros particulares cada vez más diversos, 150 miembros corporativos, un equipo de trabajo de casi 400 personas, dos edificios y dos sitios web. Espero que sus fundadores se sorprendan de lo que ha crecido, pero, sobre todo, que se sientan satisfechos por lo que no ha cambiado: el compromiso con los principios y las tradiciones de neutralidad e independencia.

Este camino no era inevitable y en pocos tramos se transitó apaciblemente y sin encontrar resistencias, desacuerdos o controversias. En The Council on Foreign Relations: A Short History, George Gavrilis relata el primer siglo del Consejo, desde su fundación al final de una pandemia y una guerra mundial hasta llegar a la realidad virtual actual impuesta por la pandemia de covid-19. Mediante una amplia variedad de narraciones orales, entrevistas y documentos describe acontecimientos, debates, decisiones y personalidades determinantes que hicieron del Consejo lo que es hoy. Como cualquier institución que deja un legado, hubo veces en que el CFR alcanzó un equilibrio entre la necesidad de preservar y la necesidad de cambiar, pero otras no. Gavrilis se ocupa con honestidad y autoridad de ambas. El resultado es un volumen muy legible y repleto de información, que tiene mucho que decir sobre una institución venerable pero dinámica, como lo son el país y el mundo sobre los que reflexiona e intenta incidir.

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