Alejandro Guerrero Monroy
En 1982, al recibir el premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez dijo: “Poetas, profetas, músicos, guerreros y malandrines, todas criaturas de una realidad desaforada, hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros (los latinoamericanos) ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida”. Y añadió: “Este es el nudo de nuestra soledad”. Después de 40 años, Ricardo Lagos, Jorge Castañeda y Héctor Aguilar Camín reflexionan sobre la nueva crisis y el lugar que tiene Latinoamérica en el nuevo entorno internacional, “sin una voz propia frente al mundo posterior a la pandemia”.
Castañeda y Aguilar Camín entrevistaron a Lagos cuando asumió la presidencia de Chile en 2000. En aquel entonces estaban convencidos de que se encontraban ante un mundo claramente delineado “y uno podía hablar con cierta seguridad”, advierte Lagos, porque “en Latinoamérica veníamos de recuperar nuestras democracias”. Han pasado poco más de “2 décadas en las que se han presentado tres crisis —el ataque a las Torres Gemelas, la financiera de 2009 y la de la pandemia— en cada una ha habido algo nuevo”. ¿Hacia dónde puede mirar la región en estos momentos? El Exmandatario chileno asegura que cada país se está mirando el ombligo “y eso es una muy mala idea, porque ninguno de nuestros países es capaz por sí mismo de resolver sus problemas”.
En una serie de encuentros virtuales cada 15 o 20 días entre 2020 y 2022, los autores conversaron sobre la situación de Latinoamérica y su aislamiento debido a la división ideológica de los países. En este dialogo cooperativo, los participantes consideran que frente a un problema internacional prevalecen las lógicas parroquiales y nacionales. “El virus no globalizó las respuestas de los países, por el contrario, las particularizó.” Desmenuzan el término “nueva guerra fría” y argumentan que la invasión rusa a Ucrania es una especie de experimento trágico que permite ver en vivo el verdadero ajedrez geopolítico y están convencidos de que el único camino en la región es el multilateralismo. En esta tesitura, Lagos observa, por ejemplo, que hace demasiados años que no hay reuniones de los jefes de Estado de Latinoamérica con la Unión Europea. Igualmente propone una agenda con temas de cooperación digital, políticas de biodiversidad y cambio climático, habida cuenta de que la región comprende la mitad de la biodiversidad del mundo, así como la reactivación económica y la desigualdad social después de la pandemia.
En lo que respecta a “América Latina a la hora de Biden”, merece especial atención el capítulo por el análisis certero y profundo de las expectativas para la región en la nueva era de Washington. Se habla de la necesidad de obtener más recursos y de cómo el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional se han dado cuenta de que, a medida que los países crecen, las sociedades demandan más bienes públicos.
La crisis de las democracias interesa particularmente a los intelectuales por “la multiplicación de lideratos y gobiernos populistas, autoritarios”. Para Castañeda, hay una similitud con las décadas de 1930 y 1940, cuando “enormes contingentes sociales que habían permanecido fuera del sistema económico, político y cultural llegaron a tocar la puerta pidiendo entrar”. Hacen especial énfasis en la nueva relación de los ciudadanos con sus gobiernos, la cual ya no se da en los lugares tradicionales, sino en las redes sociales, mediante una comunicación simultánea y en expansión. El desafío para las democracias reside en la rapidez con que crecen las demandas ciudadanas en estas redes y lentitud de las instituciones públicas para procesarlas.
El libro es una especie de debate socrático, basado en cuestionar para estimular el pensamiento crítico y extraer ideas. Lagos, Castañeda y Aguilar Camín reúnen sus vastos conocimientos y plantean alternativas para una Latinoamérica que “vive un nuevo periodo histórico de soledad y aislamiento no solo frente al mundo, sino frente a sí misma”. Esa realidad latinoamericana de la que habló el escritor de Cien años de soledad en su discurso de aceptación sigue vigente y “contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios”.
