El ejército siempre pierde

17 abril, 2023 • Artículos, Asuntos globales, Latinoamérica, Portada • Vistas: 2153

Newsweek

logo fal N eneJorge Armando Talavera Gutiérrez

Abril 2023

Los militares no comienzan las guerras. Los políticos comienzan las guerras.

General William C. Westmoreland

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, el mundo se dividió en dos visiones: la estadounidense y la soviética. Estos países antagonistas comenzaron su plan de expansión en el mundo libre, dando inicio a una guerra silenciosa que se libró en territorios ajenos y que en todos los escenarios tuvo como actores protagónicos a las fuerzas armadas. Esta no fue una lucha de ideas ni debate, sino un combate sucio, lleno de espías, desapariciones y muerte. Fue una batalla iniciada desde la cúpula política con estragos en el tejido social de cada país, una novela de buenos y malos que terminó con el juicio de muchos más militares que políticos.

En ese escenario de posguerra, se impulsó desde la política un plan nada democrático cuya intención era reducir la influencia soviética en América, una estrategia que dio el aval a casi todas las dictaduras militares del continente y que, al final de sus días, terminó entregando a aquellos a quienes una vez sirvió. Desde el Caribe hasta la Patagonia, las cúpulas políticas y empresariales, alarmadas por el crecimiento de la movilización obrera y ante la imposibilidad de dar respuesta a las demandas de las clases sociales vulnerables, optaron por adherirse al plan extranjero que tenía como arma principal la represión y como promesa económica el proteccionismo empresarial nacional.

Lo curioso de las dictaduras latinoamericanas es que fueron alabadas mientras fueron efectivas para restar la presencia soviética. Richard Nixon llegó a decir que el dictador paraguayo Alfredo Stroessner era el campeón anticomunista de América. Incluso, desde territorio estadounidense, se otorgaron a varios gobiernos militares créditos internacionales que, en teoría, tenían como fin el desarrollo económico, pero en la práctica sirvieron para mantener la maquinaria militar de represión y espionaje.

Casualmente, las mismas cúpulas políticas y empresariales que incitaron las dictaduras terminaron por voltearles la cara. A inicios de la década de 1980, ante una Unión Soviética que comenzaba a convulsionar económicamente, el presidente estadounidense, James Carter se manifestó a favor de la democracia y en contra de las dictaduras del Cono Sur, dando inicio a lenta muerte de los regímenes militares de Latinoamérica.

Al igual que en Núremberg, en distintas latitudes de América se inició el proceso de juicio en contra de los militares que formaron parte de las dictaduras. En casi todas las investigaciones se castigó a aquellos que recibían órdenes, pero pocos de aquellos que eran el cerebro que emitían dichas órdenes, y que recibieron los beneficios de dichos regímenes, fueron juzgados; paradójicamente, los mismos que levantaron la mano a los militares terminaron alzando la mano también a sus sucesores. Y aunque pareciera que esos tiempos ya deberían encontrarse en los anaqueles de la historia, hoy vemos como nuevamente los militares comienzan a ser parte fundamental de regímenes “democráticos” y “antidemocráticos” en el continente (Brasil, Colombia, El Salvador, México, Nicaragua y Venezuela). Pareciera que el militarismo, ya sea de izquierda o de derecha, es una forma de vida a la que se condena a los latinoamericanos.

Un nuevo ejército para una nueva sociedad

¿Debe seguir el ejército al mando de un solo hombre o debe adecuarse a la modernidad e institucionalidad del siglo XXI? En ese sentido, el solo hecho de pensar que la fuerza de fuego de un país se encuentra en manos de un miembro de la clase política, genera la inquietud de que este poder pueda ser utilizado para fines perversos. Si en la democracia moderna, la existencia de tres poderes permite el contrapeso administrativo, político y judicial, ¿este contrapeso no debería existir también sobre las fuerzas armadas?

Es importante recordar que las mayores acciones antidemocráticas y de represión de la región siempre han tenido como actor principal al ejército que, mediante una mal entendida lealtad, obedece ciegamente al jefe de Estado. Desde los golpes militares de mitad del siglo XX hasta la toma de instituciones en Bolivia, Ecuador y Venezuela, en el siglo XXI la imagen del ejército se ha visto comprometida por acciones políticas, dejando un mal sabor de boca en los ciudadanos que aún ven con desconfianza a las fuerzas armadas, que para el colectivo social son la viva imagen de la represión.

Con la creación de un contrapeso militar, se puede impedir a un solo hombre controlar la totalidad de las armas de un Estado.

Ante esta constante, es necesario crear un nuevo mando militar: un triunvirato que impida a nuestros militares encontrarse al servicio de un solo hombre. Este nuevo mando debe ser colectivo y estar constituido por los titulares de los tres poderes republicanos, sin que asuman funciones de operatividad, ya que las fuerzas armadas deben tener como labor principal la defensa exterior de nuestros países. Con la creación de un contrapeso militar, se puede impedir a un solo hombre controlar la totalidad de las armas de un Estado.

Dicho lo anterior, es importante mencionar que la intervención militar al interior ha sido justificada desde la política en aras de una supuesta paz interna. Al ser así, lo único que pone de manifiesto la clase política de nuestros países es el fracaso policiaco latinoamericano y la siempre presente tendencia dictatorial de mantener las fuerzas leales al presidente en la calle, teniendo así una presencia permanente en aquellos lugares donde, por principios del federalismo, sería imposible.

Así, sin quererlo, el ejército forma parte de una estrategia política en las calles al marcar la presencia del jefe de Estado en cada rincón del país y al asumir los costos de imagen y percepción del hombre de poder. En ese sentido, decía el escritor estadounidense Mark Twain: “Lealtad al país siempre. Lealtad al gobierno cuando se lo merece”.

La historia nos ha enseñado que cuando las cosas salen mal, los primeros ⸺y quizá los únicos⸺ en pagar son los miembros de las fuerzas armadas; por lo tanto, de no cambiar la situación actual, historias como la de Núremberg y las de las dictaduras sudamericanas seguirán contándose con distintos personajes, pero siempre con el mismo desenlace. Y tal como lo advertía Cicerón: “Las leyes son silenciosas en tiempos de guerras”.

¿A quién conviene que sigamos en estas guerras internas continuas? ¿Será el comunismo, la intervención extranjera, el crimen, las pandillas o los paramilitares el motivo por el cual nuestras fuerzas armadas deben seguir activas al interior? Como si la violencia y la guerra fueran las constantes de la vida de millones de latinoamericanos, estas se convierten en nuestras enfermedades sociales presentes y perpetuas.

La guerra no es una aventura. Es una enfermedad.

Antoine de Saint-Exupery

JORGE ARMANDO TALAVERA GUTIÉRREZ es licenciado en Derecho por la Universidad Quetzalcóatl, México, y maestrante en Derecho Constitucional y Amparo por la Universidad Iberoamericana. Es colaborador en distintas revistas a nivel nacional y se desempeña como abogado postulante en materia laboral. Sígalo en Twitter en @JorgeTalavera_g.

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