La autopsia de una guerra injusta

6 octubre, 2016 • Artículos, Medio Oriente, Portada • Vistas: 7128

AFP

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avatarDefault Rodrigo Azaola

Octubre 2016

Pasada la medianoche del 3 de julio de 2016, en el suburbio bagdadí de Karrada, un camión-bomba explotó en una zona comercial de clase media alta. A esa hora, los paseantes, en su mayoría chiitas, realizaban compras en la víspera del final del mes de ramadán. Más de 300 personas murieron, muchas de ellas calcinadas al grado de imposibilitar la identificación.  Al día siguiente, el Primer Ministro iraquí recorrió la zona y extendió sus condolencias, pero en vez de agradecimientos recibió pedradas e insultos. El Estado Islámico se atribuyó el atentado.

Tres días después, en Londres, el informe Chilcot, nombrado así por el Presidente de la comisión investigadora, John Chilcot, fue dado a conocer. Tras superar múltiples obstáculos burocráticos y políticos desde 2009, el informe finalmente presentó en doce volúmenes una abundante y meticulosa investigación sobre el proceder del gobierno británico durante la segunda invasión a Irak en 2003.

La conclusión del informe no hizo sino confirmar la negligencia y falta de planeación del gobierno de Anthony Blair. Para empezar, la amenaza de las armas de destrucción masiva de Saddam Hussein era inexistente (de entre los informes de inteligencia uno se basaba sospechosamente en las armas químicas de la película «La Roca» con Sean Connery y Nicolas Cage) y por si fuera poco la invasión, que nunca obtuvo la aprobación de la  Organización de las Naciones Unidas (ONU), se precipitó antes que se agotaran las inspecciones y las opciones diplomáticas.

Otra de las conclusiones del informe, que es una investigación administrativa y no judicial, de la que pudieran derivarse responsabilidades, es que se carecía de estrategias financieras, políticas y civiles una vez completado el derrocamiento de Hussein. Simplemente no hubo plan alguno posterior a la invasión a pesar de que en varias ocasiones se planteó el riesgo de que dicha acción militar radicalizara a grupos militantes en contra del Reino Unido y sus aliados.

La investigación termina por dar la razón a quienes desde un principio argumentaron que la invasión fue una guerra ilegal, contraria al derecho internacional, ya que nunca existió un casus belli, como lo fue la invasión a Kuwait en 1990, que justificara la invasión armada. Naturalmente, este informe deja en claro que el papel del Reino Unido fue secundario (al igual que el de Australia, España y Polonia, únicos países que participaron en la invasión) y supeditado a la decisión estadounidense de remover a Hussein del poder. En realidad, el margen de maniobra del entonces gobierno de Blair, una vez que se decidió acompañar a Estados Unidos a tan desastrosa campaña, fue casi nulo.

Getty Images

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El informe Chilcot se lee como una autopsia. Las explicaciones y los abundantísimos detalles no restan importancia al hecho de que el paciente, Irak, falleció en manos de quienes pretendieron salvarlo.  Desde este punto de vista, no fue ninguna coincidencia que el ataque de Karrada, considerado como el más cruento desde 2007, tuviera como trasfondo las mismas dificultades desatadas por la ausencia de conocimiento de las dinámicas políticas y sociales iraquíes: acendradas diferencias sectarias provocadas por disparidades en el acceso a recursos económicos y políticos, un aparato de gobierno disfuncional, inequidad económica regional y corrupción.

Si bien puede argumentarse que algo de buenas intenciones debió existir en la planeación de fuerzas invasoras, también se admite que su falta de visión dejo a ese país en las puertas del abismo. La reciente apropiación de regiones del norte de Irak por parte del Estado Islámico, y desde antes la autonomía kurda de facto en la frontera con Turquía y la influencia iraní en las provincias del sur, demuestran que las identidades étnicas y confesionales prescinden de las fronteras dibujadas en 1916.

Como en el caso de Libia y Siria, el retorno al statu quo ante en Irak es imposible. La vigencia de los pactos entre gobiernos y gobernados se encuentran en su punto más confuso desde los años inmediatos a la disolución del imperio otomano. Reflexionando sobre el informe Chilcot, el dramaturgo iraquí Hassan Abdulrazzak escribió: «La escala de la catástrofe que aconteció a Irak es tan vasta que contemplarla es como mirar al universo entero».

A pesar del ineludible caos que embarga hoy al país, la nostalgia por la época de Sadam Hussein es inadmisible. Irak padeció de igual manera a manos de un tirano homicida, que no dudo en sembrar la discordia y la paranoia entre sus propios cuadros o recurrir a asesinatos en masa para controlar insurgencias políticas. Pero lo anterior no justificaba la invasión en términos políticos, diplomáticos ni de seguridad, tal como acredita el informe Chilcot.

El informe es palmario: los objetivos estratégicos del Reino Unido jamás fueron alcanzados. Prudentemente, el informe reconoce que la actuación, o inacción, del Reino Unidos contribuyó a «exacerbar» la división de Irak y su desaparición como Estado nación una vez que fue incapaz de evitar el colapso del «proceso democrático». Apenas un año después de la entrada de tropas occidentales al país, el embajador británico en Bagdad admitía que «las preparaciones para después de la invasión eran abyectas; el análisis era equivocado, la gente era la incorrecta».

A la luz del tiempo transcurrido, es una perogrullada concluir que la desastrosa invasión a Irak detonó un periodo de desestabilización y conflicto para todo el Medio Oriente y allende. La lectura de este informe revela que la invasión de 2003 fue una de las decisiones militares de la posguerra fría más torpes, empeorada además por una negligente y arrogante ejecución.

Las transformaciones sociales inician con una reevaluación del orden y las jerarquías existentes. En una etapa posterior, los nuevos componentes de la sociedad buscan corresponsabilidad ética entre sí. Esta segunda fase, a la luz de la extrema violencia cotidiana que atenaza a Irak, propiciada por los monumentales yerros descritos en el informe Chilcot, probablemente llegue a ocurrir, aunque no en el país que conocemos hoy sino en una suerte de confederación dividida a lo largo de líneas étnicas y confesionales.

RODRIGO AZAOLA es escritor. Es maestro en Estudios del Medio Oriente por el Centro de Estudios de Asia y África de El Colegio de México.

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