Descifrando la política externa bolsonarista

28 agosto, 2020 • Artículos, Latinoamérica, Portada • Vistas: 4341

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Matías Mongan

Agosto 2020

La política exterior del gobierno de Jair Bolsonaro suele ser encuadrada dentro del “americanismo ideológico”, un enfoque que ha ocupado un papel marginal en la diplomacia brasileña y que promueve el alineamiento de Brasil hacia Estados Unidos basado en factores de orden normativo, filosóficos e ideológicos (Rubens Ricupero, 1995). Una perspectiva que, como bien señala Alexandra de Mello e Silva (1995), está marcada “por un realismo un tanto ingenuo como por fuertes trazos de idealismo”.

Pero a diferencia de anteriores gobiernos que se enmarcaron dentro de este paradigma, como el  de Humberto de Alencar Castelo Branco (1964-1967) o el  de Fernando Collor de Mello (1990-1992), los cuales a pesar de subsumirse ideológicamente ante el hegemón paralelamente buscaron que la “alianza especial” con Washington generara beneficios económicos concretos y preservaron ciertos márgenes de autonomía sobre todo en aquellas áreas consideradas estratégicas para el país; Bolsonaro ha priorizado los aspectos ideológicos sobre los económicos, sin importarle que esto afecte el interés nacional o complote contra la eficacia de la propia política externa. Esta distorsión sería consecuencia del populismo, una variable proxy que en buena parte explica porque el mandatario ha decidido alejarse de las orientaciones históricamente asumidas por Itamaraty para priorizar un comportamiento “errático” que contribuye a profundizar la vulnerabilidad internacional de Brasil.

Cómo explicar el fenómeno Bolsonaro

La política externa brasileña históricamente ha oscilado entre dos paradigmas predominantes: el “americanismo” y el “globalismo” (Maria Regina Soares de Lima, 1994). Luego de la crisis del neoliberalismo a fines de la década 1990 se crearon nuevos enfoques que buscaron explicar el comportamiento internacional del país durante el siglo XXI, como por ejemplo el “institucionalismo pragmático” (Leticia Pinheiro, 2000); no obstante los modelos teóricos anteriormente mencionados continuaron manteniendo su vigencia y siguieron siendo considerados como ejes analíticos válidos para analizar el desempeño de la política externa.

Así, por ejemplo, la mayoría de los académicos concuerdan en ubicar a la política exterior de Bolsonaro en el “americanismo ideológico” (Gisela Pereyra Doval, Emilio Ordoñez, 2020; Klei Medeiros, Vinícius Villas-Boas, Enrico Andrade, 2019; Alejandro Frenkel, 2018), una subdivisión del paradigma americanista cuyo principal exponente es el primer Embajador de Brasil en Estados Unidos, Joaquim Nabuco (1849-1910). A diferencia de su jefe, José Maria da Silva Paranhos Jr., conocido como el Barón del Rio Branco (1845-1912), quien veía a la “alianza no escrita” con Estados Unidos (Edward Bradford Burns, 2003) como una herramienta por la cual Brasil podía consolidar su viabilidad nacional manteniendo al mismo tiempo intacta su soberanía, Nabuco entendía la alianza con Estados Unidos como un “fin en sí mismo, y por eso consideraba que el vínculo bilateral debía caracterizarse por una alineación automática e incondicional” (Magno Klein, 2017).

A pesar que el pragmatismo del Barón finalmente se terminó imponiendo y moldeando las directrices de Itamaraty durante las siguientes 5 décadas, la línea de pensamiento creada por Nabuco no solo no desapareció sino que influyó notablemente la política externa seguida por administraciones como la de Gaspar Dutra (1946-1951), João Café Filho (1954-1955),Castelo Branco (1964-1967) y Collor de Mello(1990-1992).

Por lo tanto partir de la observación de que estamos ante una “novedad” con el americanismo ideológico presente en la política exterior de Bolsonaro no agrega mucho al análisis, señalan Soares de Lima y Marianna Albuquerque (2019), sobre todo teniendo en cuenta el alto grado de influencia ostentando por el “partido americano” en parte de las élites políticas y diplomáticas del país. “Por lo tanto, la novedad del gobierno no es la ideología ni el alineamiento con Estados Unidos, pero sí los métodos utilizados para expresar esas intenciones. Para entender cuál ha sido la política exterior de Bolsonaro, en la gestión de Ernesto Araújo, es preciso abandonar las explicaciones y los paradigmas clásicos de análisis de la política exterior brasileña, basados en la estructura binaria mencionada anteriormente, y partir del entendimiento de la lógica de funcionamiento político del actual gobierno” (Soares de Lima, Albuquerque, 2019).

Bolsonaro ha priorizado los aspectos ideológicos sobre los económicos, sin importarle que esto afecte el interés nacional o complote contra la eficacia de la propia política externa.

Siguiendo a Marcos Nobre (2019), las autoras remarcan que el mandatario pareciera regirse bajo la premisa de la destrucción y la creación del caos con el fin de preservar su condición de outsider  y mantener así cohesionada su base electoral. “De esta forma, el mantenimiento de ese apoyo popular depende del refuerzo de actitudes y discursos que cuestionen la institucionalidad y las formas tradicionales de representación política.”

El perfil populista de Bolsonaro ha llevado a que su gobierno priorice el ámbito interno sobre el externo y los discursos ideologizados sobre el interés nacional. En este sentido, sus llamados a combatir el “globalismo” y el “marxismo cultural” deben ser entendidos como una consecuencia del nativismo, una ideología “gruesa” que moldea el discurso de los líderes populistas de derecha. Según Cas Mudde el nativismo debe “ser entendido como un andamiaje ideológico que plantea que los Estados solo deben estar habitados exclusivamente por miembros de un grupo nativo (la nación) y que aquellos elementos no nacidos en ese lugar (personas e ideas) son fundamentalmente una amenaza para la conformación de un Estado-nación homogéneo” (Mudde, 2007). Pero mientras líderes como Donald Trump, Marine Le Pen y Boris Johnson se caracterizan por hacer un uso instrumental de este enfoque xenófobo para aumentar su consenso en el plano interno, Bolsonaro estructuró la política externa de su gobierno a partir de los cánones identitarios estipulados por este encuadre normativo lo que por ende llevó a que Brasil se alejara de las orientaciones históricamente asumidas por la diplomacia brasileña, algo que no ocurrió ni siquiera durante el momento de mayor apogeo del “americanismo ideológico”.

Si bien es cierto que en periodos puntuales de su historia Brasil decidió alinearse con Estados Unidos, y tampoco tuvo problemas en actuar como “pivote” de los intereses de la Casa Blanca en la región durante buena parte de la Guerra Fría en el marco de los acuerdos establecidos en la doctrina de la Seguridad Nacional, lo cierto es que los mandatarios en todo momento buscaron sacar un provecho tangible de la situación. Un ejemplo es lo que ocurrió durante el gobierno de Castelo Branco, quien era considerado, hasta la llegada al poder de Bolsonaro, como el ejemplo más paradigmático de alineamiento ideológico hacia Estados Unidos. No obstante que resaltaba la necesidad de subordinarse a Washington para defender las “fronteras ideológicas” de Occidente contra la fatal infección del comunismo y así defender el predominio de la civilización cristiana a la que el país se encontraba indefectiblemente unido (Golbery do Couto e Silva, 1978), Golbery do Couto e Silva, Jefe del Servicio Nacional de Informaciones y principal referente ideológico de la política externa del periodo, consideraba que esta no situación no tenía porque ser desfavorable para el país sino lo contrario, sobre teniendo en cuenta que Brasil tenía una serie de activos importantes que le permitirían alcanzar un “trato leal” con Estados Unidos y así poder acceder a la asistencia económica necesaria para fortalecer su programa de desarrollo (Couto e Silva, 1967).

Las citas de Couto e Silva sirven para ilustrar que incluso en situaciones de marcada dependencia, tanto material como ideológica, y de predominancia de discursos civilizatorios, el gobierno de Castelo Branco igualmente buscó preservar cierta capacidad de maniobra que le permitiera cumplir con los objetivos establecidos en su política exterior, así como garantizar niveles mínimos de autonomía sobre todo en aquellos aspectos considerados claves para el interés nacional, como el de la energía nuclear. A pesar de que era consciente que esto iba en contra de los intereses del hegemón el incipiente régimen militar no solo decidió paralizar los compromisos de no proliferación alcanzados durante el gobierno de  João Goulart (Andrew Hurrell, 2013) sino que, a pesar de haber ratificado el Tratado de Tlatelolco, también se reservó el derecho a desarrollar “explosiones nucleares con fines pacíficos, inclusive aquellas que presupongan artefactos similares a los empleados en los armamentos militares”, ya que Castelo Branco consideraba que esto era una herramienta indispensable para el futuro del país (Castelo Branco, 1967).

Algo similar ocurrió durante el gobierno de Collor de Mello, otro paradigma de la denominada política externa “entreguista”. A pesar de haberse volcado con fervor a las reformas económicas neoliberales impulsadas por el Consenso de Washington, el gobierno rechazó la posibilidad de plegarse al Tratado de Libre Comercio de América del Norte y de estrechar los vínculos económicos con Estados Unidos, una hipótesis que fue considerada “poco probable debido a la dimensión de la economía brasileña y la diversificación de nuestros mercados” (MRE, 1993). Por otra parte aprovechó las potencialidades que brindan los organismos internacionales para defender con éxito su interés nacional en temas claves como el medioambiente, una iniciativa que había sido iniciada en la gestión Sarney y que luego fue continuada y profundizada por Collor de Mello. En contraposición a las posiciones defensivas impulsadas durante décadas, la realización en junio de 1992 de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo dejó en evidencia que Brasil no solo podía convertirse en un interlocutor diplomático de primera relevancia sino que también sirvió para encuadrar al problema medioambiental dentro de cierto parámetros que resultaban compatibles con su modelo de desarrollo(Luis Felipe de Seixas Corrêa, 1996), convirtiéndose de esta forma en un ejemplo exitoso de “autonomía en la participación”( Gelson Fonseca Jr., 1998).Esta suerte de “autonomía en la dependencia” (Gerson Moura, 1980) no podría ser replicada en la actualidad, ya que la visión maniquea y unidimensional que Bolsonaro tiene sobre el sistema internacional atenta contra todo tipo de pragmatismo y complota contra la propia eficacia de su política externa.

En líneas generales, sostienen Alcides Costa Vaz y Tiago Soares Nogara(2020), en su primer año en el gobierno la política exterior bolsonarista se ha centrado en tres ejes principales: impulsar un “revisionismo” basado en la crítica al sesgo ideológico atribuido a la política exterior de los gobiernos petistas, lo que a su vez se tradujo en la búsqueda de relaciones privilegiadas con los Estados Unidos y en un acercamiento a los gobiernos ideológicamente afines; promover una aproximación a los principales polos de la economía mundial, e impulsar una reconfiguración del regionalismo político y económico.

De cómo el país salga de la pandemia y de que tan rápido se recupere la economía marcará el futuro del experimento nativista llevado adelante por Bolsonaro y sus cruzados.

A pesar de las innumerables concesiones económicas y políticas realizadas durante estos últimos meses, el alineamiento hacia Washington no ha generado ningún tipo de beneficio concreto para el país (salvo que consideremos como “éxitos diplomáticos” el respaldo a la candidatura de Brasil a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos y la concesión del estatus de aliado militar estratégico fuera de la Organización del Tratado del Atlántico Norte).No obstante las cada vez mayores críticas que esta posición recibe tanto al interior de Itamaraty como en la sociedad brasileña en general, Bolsonaro sigue firme en su decisión de acoplarse a Estados Unidos amparándose en su discurso ideológico. Un posicionamiento mediante el cual se asegura el respaldo de su base electoral más radicalizada, pero que a la vez perjudica el acercamiento a las principales economías desarrolladas promovido por el sector más liberal de su gobierno.

Una situación que a la postre puede complicar la aprobación del acuerdo de libre comercio entre el Mercado Común del Sur y la Unión Europea, pero estos cortocircuitos no son solo culpa de Bolsonaro, ya que los gobiernos europeos también se escudan detrás del pensamiento anacrónico del mandatario para encubrir sus instintos proteccionistas y así de paso no tener que pagar los costos políticos de ir contra de los designios de la Comisión Europea (la Francia de Emmanuel Macron sería un claro ejemplo claro en este sentido).

La pospandemia pondrá a prueba la continuidad de la estrategia populista

Más allá que el discurso populista de Bolsonaro ha resultado funcional a sus intereses políticos de corto plazo (a pesar de la desastrosa gestión de la pandemia del coronavirus, según Datafolha el 32% de los brasileños califica a su gobierno como bueno o muy bueno, mientras que un 23% lo considera regular y un 44% lo cataloga como malo o terrible), la posición ideologizada del mandatario está generando un grave perjuicio en la política externa y contribuye a profundizar el aislamiento internacional de Brasil. Aunque el vicepresidente Hamilton Mourão o el ministro de Economía Paolo Guedes muchas veces buscan actuar como contrapesos para diluir el impacto disruptivo del discurso nativista, el ala radical del gobierno encabezada por el “filosofo” Olavo de Carvalho continúa controlando la narrativa lo que dificulta la posibilidad de que haya cambios en la política externa  (al menos en un futuro próximo).

Pero el principal problema que este sector tiene por delante es que no cuenta con ninguna victoria económica o diplomática para mostrar a pesar de haber estado ya 17 meses en el poder y del alineamiento incondicional hacia Washington. Luego que el paradigma estructuralista se tornara hegemónico en Brasil a mediados de la década de 1950, el éxito de la política externa pasó a medirse de acuerdo con su capacidad de contribuir al fortalecimiento del programa de desarrollo. Si medimos la gestión de Bolsonaro por medio de esta variable podemos concluir que la misma ha sido un completo fracaso, aunque por el momento el gobierno ha logrado encubrir su propia incapacidad gracias a su discurso polarizante a través del cual le echa la culpa de todos los males que atraviesa el país a los enemigos dialecticos de turno: bien ya sea el comunismo, el marxismo cultural, etc.

Lo importante a determinar es hasta qué punto esta estrategia utilizada hasta el cansancio por el Palacio Planalto le bastará para contentar a la sociedad una vez que Brasil deje atrás la pandemia y queden en evidencia las profundas secuelas socioeconómicas que la misma va a dejar; o si, por el contrario, el incipiente descontento social puede obligar a un giro pragmático del gobierno que a su vez abra paso para que Itamaraty retome los lineamientos que históricamente han moldeado la política externa. De cómo el país salga de la pandemia y de que tan rápido se recupere la economía marcará el futuro del experimento nativista llevado adelante por Bolsonaro y sus cruzados.

MATÍAS MONGAN es licenciado en Comunicación Social y maestro en Relaciones Internacionales por la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Es autor de El populismo de derecha. Ha trabajado en distintos medios periodísticos, tanto escritos como radiofónicos. Sígalo en Twitter en @matiasmonganm.

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