100 años de la Constitución de 1917 y de un constitucionalismo endeble

13 marzo, 2017 • Artículos, Latinoamérica, Portada • Vistas: 10104

Notimex

 Roberto Niembro Ortega

Marzo 2017

Hemos llegado al esperado 2017. Después de un largo recorrido a través de varias generaciones es momento de hacer un alto y evaluar críticamente nuestro proceso constitucional durante los últimos 100 años. En un festejo como el centenario de la Constitución, podría pensarse que corresponde hacer un homenaje y no una crítica profunda de nuestro sistema constitucional. Sin embargo, con el paso del tiempo, la situación de desigualdad, arbitrariedad y endeble democracia se ha ido agravando y no hay indicios de mejora. En nuestra opinión, la militancia por el constitucionalismo democrático exige de nosotros una reflexión crítica.

Como sabemos, la Constitución de 1917 marcó el final de la Revolución Mexicana y el comienzo de una nueva etapa, que en realidad han sido varias. En un primer momento, se dio la continua confrontación entre los líderes de la Revolución y la ulterior consolidación del Partido Nacional Revolucionario. Posteriormente, se logró la estabilización del régimen y la hegemonía de un partido político durante setenta años, la apertura pausada de la competencia electoral mediante sucesivas reformas a partir de 1977 y la consolidación de un sistema de partidos. Finalmente se llegó a la alternancia presidencial en 2000 y el regreso del Partido Revolucionario Institucional a los Pinos en 2012.

A lo largo de estas etapas, la Constitución se convirtió en un texto extenso, opaco y fácilmente reformable. Además, la Constitución pasó de ser concebida como un documento político no jurídico, a ser utilizada discursivamente como un documento jurídico. En efecto, pasamos de concebir a la Constitución como un documento programático a utilizarla como un elemento del discurso en torno al Estado de derecho. Este proceso estuvo guiado además por una concepción limitada de la democracia que se enfocó únicamente en el régimen electoral.

Lo anterior no ha sido óbice para que en México, a lo largo de estos 100 años, las constituciones hayan tenido un lugar preponderante en la mentalidad de las élites políticas, aunque no así en la del pueblo que en un 90.5% dice conocerla poco o nada, según la Tercera Encuesta Nacional de Cultura Constitucional realizada por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). De hecho, nuestra Constitución parece expresar la aspiración de esa élite de vivir en un Estado de derecho como el de los países avanzados. Sin embargo, esa aspiración no ha estado acompañada de la efectiva distribución social, política y económica del poder que se requiere para que la Constitución pueda limitar el poder y empoderar a los que de otra forma no tendrían poder. Es decir, lo necesario para que haya constitucionalismo. Pues incluso cuando a nivel de discurso la Constitución pasó de ser descrita como un documento programático a una norma jurídica, las relaciones de poder no se vieron alteradas. De esta forma, hemos vivido 100 años con una Constitución que no ha logrado su «cometido» constitucionalista, pues es razonable asumir que si hemos puesto una Constitución con contenidos liberales democráticos ha sido porque queremos vivir en un Estado constitucional.

Aunque tal vez es ingenuo asumir este postulado. Por un lado, quizá nuestro endeble desarrollo constitucional se debe a que no somos nosotros los que hemos puesto la Constitución que tenemos, sino que ha sido impuesta a través de procesos ajenos al público, es decir, sin la participación y comprensión de la gente. Por otro lado, tal vez el cometido de la Constitución no es el logro de un Estado constitucional, sino la generación de un discurso que sirve para estabilizar y legitimar el gobierno en turno. En otras palabras, es posible que 100 años de la Constitución mexicana nos enseñen que no todas las constituciones con contenidos liberales democráticos aspiran a desarrollar genuinamente un sistema constitucional. Así se ve reflejado en la opinión del 76% de los mexicanos que opinan que solo se gobierna en beneficio para unos cuantos grupos de poderosos (datos del último informe de Latinobarómetro). Si esto es así, la Constitución mexicana hace una cosa distinta de la que parece decir. En este sentido, la Constitución puede festejar sus 100 años con tranquilidad, pues efectivamente la limitación del poder y el empoderamiento de los que no tienen poder es un proyecto pendiente.

Pero supongamos que la apuesta por el Estado constitucional es genuina y que en esa medida ha sido necesario reformar las instituciones. El anhelo de vivir en un Estado constitucional explicaría la explosión del proceso de reformas a la Constitución en las últimas décadas, particularmente a partir de 1982 hasta 2014, entre los cuales se ha dado el 65.6% de los 618 cambios constitucionales hasta esa fecha, de acuerdo con el estudio académico presentado por el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. Así, en la medida en que el Estado de derecho ha requerido la creación de nuevas instituciones y la democratización de nuevas reglas, éstas han llegado al texto constitucional. Desde la autonomía del municipio, los órganos constitucionales autónomos, los procesos de control constitucional, el sistema nacional electoral, hasta el sistema nacional anticorrupción, todo, absolutamente todo, ha ido a parar a nuestra Constitución.

Infortunadamente, nos hemos olvidado que el Estado de derecho también requiere de estabilidad en sus instituciones, pues de lo contrario es imposible que la ciudadanía conozca sus leyes, pueda cumplirlas y demande su cumplimiento. De hecho, la dinámica de reformas continuas y la utilización indiscriminada de los artículos transitorios para reglas de detalle ha creado una Constitución opaca y encriptada para unos pocos expertos en Derecho constitucional. Por un lado, es una Constitución opaca pues es ignorada y no comprendida por la mayoría de la población. Por el otro, siguiendo a Sanin Restrepo, es una Constitución encriptada por medio del lenguaje y de su poca sistematización, que solo se comunica y puede ser comprendida por unos pocos expertos, quienes de esta manera gozan de un poder injustificado sobre los demás. De esta forma, paradójicamente, es la propia Constitución la que genera incentivos para que la gente no participe y la que ha mermado la estabilidad de nuestro sistema jurídico y el arraigo del Estado de derecho en la población, la que solo en un 56% considera que las leyes deben cumplirse sin excepción, según el informe de 2016 de Latinobarómetro.

Así, es posible que en este año la Constitución mexicana sea reformada una, dos o varias veces, con la consecuente ola de reformas legislativas. No lo sabemos pero tampoco es relevante para la democratización del poder. La Constitución solo será eficaz y podrá normar la vida social en la medida en que sea operativa, nos hagamos de ella y nos apropiemos de sus procesos y de su contenido. Para esto se requiere de un mínimo de estabilidad y sistematización, así como de ciudadanos informados, políticamente activos y con visión de largo plazo, lo que no es poca cosa. Desde esta perspectiva, los 100 años se presentan como una oportunidad para reflexionar colectivamente en qué hemos fallado y cómo marcar un nuevo comienzo.

Fototeca Nacional

Incluso si concebimos a la Constitución como una norma que establece las reglas del autogobierno deliberativo, la Constitución mexicana tampoco tiene grandes logros, pues no ha permitido que sea la gente común la que discuta y tome las decisiones. Al contrario, el proceso de reforma constitucional ha servido para que solo unos pocos puedan hablar y tomar decisiones protegidos por la fuerza del Estado, como sucedió, por ejemplo, a través del Consejo Rector del Pacto por México en el que se discutió a puerta cerrada entre un grupo de diputados y senadores, representantes del gobierno y líderes de los partidos políticos la reforma energética, entre otras reformas con muy importantes repercusiones. De esta manera, la Constitución en lugar de ser un instrumento efectivo de inclusión en la deliberación -que obligue a llevar a cabo procesos colectivos de reflexión y de toma de decisiones basadas en la consideración de muy diversas razones y argumentos-, ha servido como fachada de procesos democráticos. En otras palabras, no ha servido como un instrumento para garantizar la igual consideración y respeto de personas autónomas que tienen el derecho a autogobernarse a través del intercambio de razones. Tal vez eso explica que solo el 48% de los mexicanos apoyen la democracia, según el último informe de Latinobarométro, y que el desinterés por los asuntos públicos haya aumentado del 48.9% en 2011 al 61.3% en 2016, según la Tercera Encuesta Nacional de Cultura Constitucional realizada por la UNAM.

Pero las críticas no terminan aquí, pues la Constitución tampoco ha sido un instrumento efectivo para el logro de la justicia social. Si bien la Constitución mexicana ha sido internacionalmente valorada por su inclusión temprana de los derechos sociales, al día de hoy México sigue siendo un país profundamente desigual con un coeficiente Gini del 4.21 en 2014 según datos del Banco Mundial. Es además un país con un altísimo número de personas en situación de pobreza y pobreza extrema, concretamente, el 46.2% y 9.5% de la población respectivamente, según datos de 2014 del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social.

Por último, se puede resaltar que la Constitución ha sido efectiva, en alguna medida, para lograr la coordinación y cooperación de las élites políticas y algunas fuerzas sociales, como los sindicatos. Ha sido eficaz para establecer ciertas reglas básicas en la sucesión pacífica en el poder, reconociendo que se han modificado constantemente con el fin de abrir paulatinamente la puerta a nuevos partidos políticos y garantizar la paz en la alternancia. Lo que no impide decir que ha jugado un papel estratégico para conservar el poder dentro de unas pocas manos.

De esta manera, buena parte del siglo XX y comienzos del XXI han sido acompañados por la sombra de la Constitución, que por momentos ha logrado normar nuestra vida en sociedad. Sin embargo, la mayor parte del tiempo y para la mayoría de los mexicanos, la Constitución ha sido irrelevante o poco más que una sombra que no los deja ver con claridad el camino para su emancipación. En otras palabras, la Constitución ha formado parte de un discurso ideológico que encubre las verdaderas causas de la desigualdad y de la falta de libertad.

Esta situación plantea un enorme reto, pues nos obligar a bajar de su pedestal a la homenajeada Constitución de 1917, al mismo tiempo que resulta necesario conservar el ideal liberal e igualitario del constitucionalismo. Para este desafío, es ineludible conformar una teoría capaz de criticar cómo la Constitución ha sido utilizada con fines autoritarios y así desenmascarar las causas reales por las que la Constitución no ha cumplido su cometido. Es decir, hay que descubrir las relaciones de poder que impiden el logro del constitucionalismo en México.

Estas razones generan cierto escozor al momento de festejar el centenario de la Constitución por sus logros liberales democráticos, que en realidad son pocos. Desde nuestro punto de vista, el beneficio que nos dan estos 100 años de Constitución es la oportunidad de repensar y abrir un nuevo proceso de deliberación pública incluyente y en pie de igualdad, no para que el 6 de febrero empecemos a reformar la Constitución, sino para hacer un alto que nos permita pensar y debatir de dónde venimos y hacia dónde queremos ir.

El centenario de la Constitución en una situación claramente adversa

Llegamos a los 100 años con una Constitución que ha dado resultados poco alentadores y en un contexto sumamente complejo, lo que complica el panorama. Por un lado, vivimos con un altísimo nivel de violencia y desigualdad social, bajo un liderazgo político con poca legitimidad. Por el otro, se nos presenta una situación internacional claramente adversa. Nos enfrentamos a un discurso nacionalista excluyente y xenófobo en contra de los mexicanos como pocas veces visto, con escasas herramientas en nuestras manos para hacerle frente.

Ahora bien, los acontecimientos internacionales nos reiteran una lección histórica importante. Así como las democracias liberales no están ganadas de una vez y para siempre, tampoco estamos destinados a vivir en una democracia endeble. La situación de anomia y débil democracia en la que vivimos no es casual ni indefectible, sino el resultado de muchos años de nuestras falencias y omisiones para establecer un sistema constitucional sólido y eficaz.

Lo cierto es que es posible cambiar la situación a través de la política ciudadana, aunque no será fácil. Lo que sembremos hoy muy probablemente sea cosechado por los hijos de nuestras hijas. Así, la situación que se nos plantea exige una visión a largo plazo y un deber de solidaridad con las generaciones futuras ¿Pero que acaso las Constituciones no son en buena medida una inversión para el futuro?

Por una cultura de la justificación y mecanismos de participación democrática

Desde nuestro punto de vista, la solución a los problemas mencionados no se encuentra en la creación de una nueva Constitución, sino en el arraigo y comprensión de sus postulados en la población. Lo que hace falta es que la gente entienda y exija el cumplimiento de una Constitución llena de muchas promesas loables. Para ello, es necesario combatir la opacidad de la Constitución, impulsar una cultura de la justificación (estamos pensando en la propuesta de Etienne Mureinik para la transición sudafricana) y la apertura y desarrollo de los mecanismos de participación. Lamentablemente, no podemos decir que nos encaminamos «hacia» una nueva cultura de la justificación y a una democracia más participativa. Más bien, abogamos porque eso suceda.

Lucía Godínez

La opacidad de la Constitución es parte de un fenómeno más amplio como la opacidad del Derecho, lo que implica ignorancia y la no comprensión del mismo. En México se ha querido combatir la opacidad a través de la transparencia que publicita el Derecho, pero esto no es suficiente. La transparencia hace público el Derecho al darnos información sobre el mismo, pero no lo hace comprensible. El combate de la opacidad requiere de un ejercicio activo por las instituciones y operadores jurídicos para hacer inteligible el Derecho, interpretable por todos los ciudadanos, de manera que el Derecho se convierte en un ejercicio público de la razón. Algunas medidas que pueden adoptar los poderes públicos es reducir el número de reformas a la Constitución y sistematizarla, así como utilizar un lenguaje sencillo y claro en la redacción de la Constitución y de las sentencias. Por su parte, los operadores jurídicos pueden promover el periodismo judicial independiente y especializado, así como la creación de blogs enfocados en la difusión y explicación del derecho.

Por su parte, la cultura de la justificación se opone a la cultura de la autoridad. La primera basa la obediencia al Derecho en la calidad de las razones que se dan para cumplirlo, en la persuasión que genera. En la cultura de la justificación el ciudadano tiene el derecho de exigir una justificación de cualquier acto de autoridad y la autoridad tiene la obligación de dársela, se trate de la detención momentánea por un policía de tránsito o de una sentencia judicial. Por el contrario, la cultura de la autoridad basa la obediencia al Derecho en la autoridad de quién lo dijo y el miedo a la coerción. Lamentablemente, después de 100 años de vigencia de la Constitución, México sigue sosteniendo su sistema jurídico en la cultura de la autoridad. Basta con darse una vuelta por las calles militarizadas de cualquiera de nuestras ciudades o los altísimos índices de tortura por los agentes policiacos para ver que la autoridad se impone por medio de la fuerza, incluso a pesar de los límites del Derecho.

Lo sorprendente es que en el país ya tenemos parte de las herramientas para implementar esta cultura de la justificación. Así, por ejemplo, tenemos un amplísimo catálogo de derechos de fuente nacional e internacional, la transparencia es un principio transversal de la Constitución, existen recursos judiciales para impugnar las decisiones administrativas y legislativas, y están previstos una serie de órganos con autonomía constitucional para la protección de los derechos humanos. Es decir, parte de la mecánica constitucional que es necesaria ya está prevista, lo que falta, no por casualidad, es alguien que la active y la haga eficaz. De hecho, la mancuerna ineludible para que estos mecanismos funcionen sigue ausente.

Por un lado, no contamos con una ciudadanía informada y activa que demande la justificación pública de los actos de autoridad, en buena medida porque la mitad de la población vive en condiciones de pobreza y casi la totalidad desconoce la Constitución. Y las pocas excepciones pueden encontrarse amedrentadas por un aparato estatal represivo con poca tolerancia a la crítica (baste ver los índices de persecución a periodistas). En pocas palabras, los incentivos legales y fácticos están dispuestos para que la ciudadanía no exija la justificación de los actos de autoridad.

Por otro lado, en México no existen los mecanismos de deliberación y participación popular para la creación del Derecho y, cuando existen, se conservan cerrados. Así, por ejemplo, la ciudadanía está excluida del procedimiento de reforma constitucional, y los requisitos excesivos para celebrar consultas populares o para postularse como candidatos independientes han hecho que sean prácticamente inviables y sumamente costosas. De esta manera, se han implementado parte de los mecanismos que en el Derecho comparado han servido para transitar hacia una cultura de la justificación, pero no se han abierto las herramientas participativas para exigir su cumplimiento. Es decir, faltan los incentivos institucionales para que la gente se «apropie» de la Constitución. No hay que olvidar que los mecanismos de participación, además de fortalecer el autogobierno colectivo, pueden ayudar a generar mayor comprensión y adhesión de las normas, y posiblemente (según cómo estén diseñados) una reflexión más pausada en el proceso de reforma.

Ahora bien, los mecanismos de participación no se abrirán con el mero paso del tiempo. La única forma de que el poder abra lo que Roberto Gargarella llama «la sala de máquinas» de la Constitución, es por medio de la movilización social coordinada de un buen número de ciudadanos. Lo anterior, puesto que los grupos políticos dominantes necesitan de la cooperación de la gente para conservar sus privilegios, por lo que una movilización coordinada les llevaría probablemente a abrir los mecanismos institucionales de participación. De esta manera, la aspiración de vivir en un Estado constitucional, en el que se respeten las reglas del juego democrático, el Derecho sea estable y comprendido por los ciudadanos y se protejan los derechos fundamentales, requiere de nuestra participación activa y continua. De otra forma, seguramente, pasarán 100 años más y volveremos a lamentarnos de nuestras omisiones.

Es inevitable que en estas fechas haya festejos, momentos de júbilo y discursos de satisfacción. Dejemos que trascurran y las aguas vuelvan a la calma, pero una vez pasada la euforia es momento de poner manos a la obra. Para bien o para mal, esta iniciativa debe tener como origen a la sociedad misma.

ROBERTO NIEMBRO ORTEGA es doctor en derecho por la Universidad Complutense de Madrid y maestro en teoría del derecho por la New York University. Cuenta con un diploma por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, y es abogado por la Escuela Libre de Derecho. Ha sido profesor del seminario de teoría constitucional del ITAM y cofundador del capítulo mexicano de la International Society of Public Law (ICON-S). Sígalo en Twitter en @RNiembro1.

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