¿20 años no es nada?

4 octubre, 2021 • Artículos, Latinoamérica, Norteamérica, Portada • Vistas: 1790

Las 2 décadas de la Carta Democrática Interamericana

OAS

Stefano Palestini

Octubre 2021

Los pueblos de América tienen derecho a la democracia y sus gobiernos la obligación de promoverla y defenderla.

Artículo 1

Mientras el mundo reaccionaba atónito a los ataques terroristas en New York y Washington, en Lima los gobiernos de la región adoptaban la Carta Democrática Interamericana. Estos eventos dramáticos y la prisa del Secretario de Estado estadounidense, Colin Powell, por regresar cuanto antes a Washington, contribuyeron a que la Carta fuera adoptada de manera expresa por los 34 miembros de la Organización de los Estados Americanos (OEA), a pesar de la resistencia que el instrumento había concitado durante su negociación.

Originalmente, la propuesta había venido del Perú y tenía el objetivo reforzar los instrumentos de defensa colectiva de la democracia con que ya contaba la OEA. Los peruanos venían saliendo del régimen autoritario de Alberto Fujimori y la intención manifiesta era dotar a la OEA de un instrumento que le permitiera actuar no solo ante golpes de Estado, sino también ante erosiones de la democracia provocadas por los propios gobiernos electos, como había sido precisamente la experiencia con Fujimori.

El texto aprobado en Lima tenía varios aspectos originales. En primer lugar, era mucho más precisa que instrumentos anteriores de la OEA ⸺así como instrumentos similares en organizaciones europeas⸺ en cuanto a la definición de “cuál es la cosa a defender”. Los artículos 3 y 4 de la Carta brindan en su conjunto una definición bastante exhaustiva de los elementos y componentes de una “democracia representativa”, cuya violación amerita ser sancionada.

En segundo lugar, la Carta consiguió ampliar el rango de acción de la OEA en el sentido buscado por Perú. En términos estrictamente jurídicos, los instrumentos anteriores con que contaba la Organización ⸺incluida la propia Carta de la OEA⸺ eran exclusivamente aplicables a golpes de Estado y, por lo tanto, autogolpes como el de Fujimori o, más recientemente, el de Nicolás Maduro, quedaban fuera de su rango de aplicación. La Carta introduce el concepto de “alteración del orden constitucional” que, no obstante cierta ambigüedad, al menos permite a la OEA intervenir en casos en que son los propios gobiernos electos los que incurren en violaciones a la democracia representativa. En este sentido, la Carta resultó ser un texto premonitorio, dado que la mayoría de los casos de erosión democrática en las 2 décadas siguientes serían provocados por los propios gobiernos.

Finalmente, el texto prevé una serie de procedimientos de activación: puede ser activada por el gobierno que sufre una amenaza a su democracia, por otro Estado miembro e incluso por el secretario general de la OEA, quien puede convocar a los Estados para examinar una situación, incluso si el gobierno en cuestión se opone. La adopción y la aplicación de medidas queda, sin embargo, en manos de los gobiernos.

Como es sabido, entre la letra de un texto y su desempeño en la práctica hay una gran brecha que suele ser llenada por la política. A pesar de los méritos del texto, su desempeño en términos de aplicación y efectividad son discutibles. De las 38 crisis políticas que han sido discutidas por la OEA, la Carta solo ha sido invocada en algo más de la mitad. En el resto de los casos, los Estados miembros estimaron que la situación caía fuera del rango de acción de la Carta. Entre las múltiples razones que pueden llevar a los Estados a desestimar la aplicación de la Carta ⸺algunas de ellas muy atendibles⸺, una es particularmente problemática: cuando los Estados miembros más poderosos obstruyen su aplicación.

Como es sabido, entre la letra de un texto y su desempeño en la práctica hay una gran brecha que suele ser llenada por la política.

Esto sucedió, por ejemplo, tras el fraude electoral perpetrado por el Presidente de Honduras, Juan Orlando Hernández, en 2017. No obstante, las irregularidades detectadas por la Misión Electoral de la OEA y el activismo del Secretario General, Colombia, Estados Unidos, México y otros Estados rápidamente reconocieron a Hernández como legítimo vencedor, bloqueando una posible activación de la Carta y desacreditando a la Organización. De manera similar, las acciones de la OEA han sido obstruidas por Argentina y por México en el caso de las flagrantes violaciones a las libertades políticas de la oposición por parte del presidente Daniel Ortega en Nicaragua. La Carta tampoco ha sido invocada cuando la erosión de la democracia ha ocurrido en un Estado poderoso. Un caso emblemático fue el reciente asalto al Capitolio, el 6 de enero de 2021, que, de acuerdo con la mayoría de los observadores, así como a los senadores a cargo del juicio político en contra del presidente Donald Trump, fue equivalente a un golpe en contra del Congreso. No obstante, la Carta no fue siquiera mencionada.

Con la parcial excepción de Venezuela ⸺un Estado mediano al que se le ha aplicado la Carta en cuatro ocasiones⸺ los más frecuentes blancos han sido Estados relativamente pequeños: Bolivia (cuatro veces), Nicaragua (tres veces) y Ecuador (dos veces). El único caso de suspensión de un Estado por medio del artículo 21 de la Carta, fue Honduras en 2009. Desde una perspectiva de realismo político esto puede parecer poco sorprendente. Pero, para quienes creen y abogan por relaciones internacionales basadas en principios y normas, este patrón de tutelaje, donde los Estados grandes se asumen como tutores de las democracias pequeñas del hemisferio, es una mala noticia. Cuando la aplicación de una norma es percibida como parcial e inconsistente, la voluntad de cumplir con la norma se debilita y la norma misma corre el riesgo de volverse obsoleta.

Si volcamos la mirada a la efectividad de la Carta para resolver crisis, el diagnóstico tampoco es alentador. Si por efectividad entendemos la consecución de los objetivos planteados por la OEA (por ejemplo, mediante una resolución), la Organización solo fue efectiva en tres episodios. La Carta se estrenó cuando fue aplicada en defensa del presidente Hugo Chávez, quien irónicamente había opuesto resistencia durante su negociación. Chávez fue restablecido en el Palacio de Miraflores en menos de 24 horas, por lo que es difícil atribuirle a la Carta algún efecto causal. El segundo caso fue la aplicación de la Carta y de la cláusula de suspensión luego del golpe de Estado en contra del presidente Manuel Zelaya de Honduras. A pesar de que la “normalidad electoral” retornó a Honduras, el mandato de Zelaya no fue restablecido, por lo que muchos observadores cuestionan la real efectividad de la Carta y la suspensión. Esto nos deja con un solo caso de éxito evidente: la resolución de la crisis en Bolivia, en 2008, cuando los departamentos de la Media Luna amenazaba con la secesión en abierta sublevación al mandato del presidente Evo Morales. Este fue un ejemplo de mediación efectiva, sin embargo el mérito fue al menos compartido entre la OEA y la Unión de Naciones Suramericanas en el único caso que se tenga registro en que ambas organizaciones actuaron de modo coordinado en una misión conjunta.

La Carta ha muerto, ¡que viva la Carta!

Alguien puede acusar a esta mirada retrospectiva de injusta, o de enfocarse solo en el “vaso medio vacío”. Al fin y al cabo, los golpes militares se han transformado en una rareza en la región, y la gran mayoría de los países son democracias ⸺imperfectas y con apellidos⸺, pero democracias. ¿Algún mérito tendrá la Carta en todo esto?

Lo que estos 20 años muestran es que las expectativas puestas en un instrumento nacido en el ocaso de la “euforia liberal” de la década de 1990 y que no dudó en consagrar a la democracia como un derecho de los pueblos (artículo 1), eran probablemente exageradas. En particular, dos supuestos han sido refutados. El primero es que en las Américas siempre habrá una mayoría de democracias con la voluntad de hacer “cumplir” la Carta. El segundo es que, incluso si esa mayoría flaquea, al menos está la potencia hemisférica que llenará el vacío de liderazgo y aplicará la Carta en defensa de la democracia.

La práctica nos ha mostrado que los gobiernos enfrentan demasiados intereses complejos como para que “siempre y en todo lugar” estén dispuestos a acudir en la defensa del derecho de la democracia y sancionar su violación. Del mismo modo, la protección de la democracia no es prioridad para Washington: no lo fue para los gobiernos de George W. Bush, Barack Obama y Trump, y tampoco lo es ahora para el gobierno de Joseph R. Biden. Estados Unidos no ha mostrado interés en aplicar la Carta y velar por la efectividad de la misma. En el caso de que haya razones de “interés nacional” para hacerlo, Washington probablemente actuará unilateralmente por fuera de la OEA, como ya ha ocurrido en Haití en 2004, o con las sanciones unilaterales en contra de Venezuela.

Para las organizaciones y los activistas interesados en la defensa de la democracia, el diagnóstico y la solución son claros: hay que reformar la Carta, y sustraer su aplicación de las manos de los gobiernos. Esto implica ampliar las competencias de la secretaría, crear una nueva autoridad encargada de su aplicación, abriendo el acceso a organizaciones de la sociedad civil y organizaciones de protección de los derechos humanos, incluida la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que, hoy por hoy, no cumple ninguna función en el marco de la Carta. Estos 20 años han mostrado que este camino de reforma está cerrado, y que los Estados no están dispuestos ni siquiera a discutir el tema.

Esto no resta en nada el valor normativo de la Carta. Ella encarna un consenso hemisférico en torno a lo que significa ser una democracia representativa y reafirma la tolerancia cero respecto a los golpes de Estado. Su aplicación seguirá siendo errática en todos aquellos casos que no sean golpes flagrantes, y dependerá de la voluntad, las preferencias y las afinidades de los gobiernos en turno. Continuará siendo predominantemente aplicada en países pequeños, y los Estados grandes se seguirán arrogando la autoridad de ser los ejecutores u obstructores de su aplicación. Parafraseando al primer Secretario General de la OEA, Alberto Lleras Camargo, la Carta será lo que los Estados decidan hacer con ella.

STEFANO PALESTINI es profesor asistente de Relaciones Internacional en el Instituto de Ciencia Política de la Universidad Católica de Chile. Es el investigador responsable del Proyecto Fondecyt 11190134, “Punitive Democratization: The Politics of Sanctions in Regional Organizations in the Americas”.

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