Medidas de exhumación

3 septiembre, 2018 • Artículos, Latinoamérica, Portada • Vistas: 3450

Un breve repaso a las labores realizadas en la Guatemala posconflicto

AP-Moisés Castillo

Álvaro Díaz Navarro

Septiembre 2018

El conflicto armado interno que sufrió Guatemala desde 1960 a 1996, fecha en la que se firmaron los acuerdos de paz, se saldó con aproximadamente 200 000 víctimas mortales y desaparecidos, de acuerdo con la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH). Los casos de desaparición forzada, recurrentes en todo el conflicto, alcanzaron su punto máximo entre 1978 y 1983, bajo los gobiernos militares de Romeo Lucas García y Efraín Ríos Montt. Ahora, 22 años después del fin de la violencia, cabe hace un breve repaso a las medidas de reparación en torno a las exhumaciones de los fallecidos.

En la década posterior a los acuerdos de paz, las exhumaciones realizadas surgieron de las iniciativas populares, en lugar de iniciativas públicas, como se buscaba con la ley de exhumaciones que pedía la CEH. Para activar una exhumación, los demandantes debían pasar por todo un laberinto burocrático y normativo. Así, la demanda debía plantearse ante el Tribunal Supremo que, de aprobarla, pasaba a la Corte de Apelaciones, que a su vez tenía que dar su aprobación y enviarla al Tribunal de Primera Instancia, que dictaría la orden al Juez de Paz para que solicitara apoyo forense para realizarla. El apoyo vendría en forma del médico forense de la localidad o de la Fundación de Antropología Forense de Guatemala (FAFG).

En su informe de noviembre de 2004, la Misión de Verificación de las Naciones Unidas en Guatemala (Minugua) concluyó que no se había diseñado ni activado una política activa de exhumaciones por parte del ejecutivo. Aunque se reconocía que los Juzgados de Instancia Penal habían activado los procedimientos cuando les llegaba una demanda, los solicitantes debían hacer frente a largos periodos de espera. El informe recogía que, en algunos casos, la tardanza para resolver simplemente una solicitud de exhumación oscilaba entre los 2 y 6 meses. Otro obstáculo a superar eran algunas actitudes de las autoridades para desincentivar las demandas, operando de manera distinta a lo establecido en los procedimientos legales. Por ejemplo, ante ciertas peticiones, el Ministerio Público ejecutaba la detención de las exhumaciones, alegando que no tenía la autorización de la propietaria del terreno donde se encontraba el finado, siendo esto potestad del juez.

Parte de la lentitud o de la paralización de los procesos de exhumación en la Guatemala posterior al conflicto puede explicarse por las coerciones, intimidaciones y amenazas a las que se han visto sometidos una multitud de médicos forenses y jueces implicados. Es el caso de once forenses que, en 2002, estaban bajo protección del gobierno por las amenazas de muerte que habían recibido tras participar en procesos de exhumación. Incluso hoy estas formas de coerción siguen siendo identificadas sobre algunas figuras de relevancia. En concreto, el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas señaló como una de sus preocupaciones ciertos actos de intimidación de los que ha sido objeto el Procurador de Derechos Humanos en el ejercicio de sus funciones. De esta manera, queda demostrado que el propio Estado ha violado una de las recomendaciones de la CEH, donde se pedía apoyo institucional a las organizaciones forenses.

El Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas señaló ciertos actos de intimidación de los que ha sido objeto el Procurador de Derechos Humanos en el ejercicio de sus funciones.

Ante esto, un informe de Impunity Watch agregó que, en la práctica y aun sin existir una ley o política de exhumaciones que apoyara y financiara su labor, desde 1992 varios equipos de antropología forense, constituidos como organizaciones sociales, han ejercido procesos de exhumación de víctimas de masacres y ejecuciones extrajudiciales, tanto individuales como colectivas, cometidas durante el conflicto armado. Las principales organizaciones encargadas de realizar estos procesos han sido el Centro de Análisis Forense de Ciencias Aplicadas (CAFCA), la FAFG y la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala (ODHAG). El papel del Ministerio Público y del poder judicial se limitó a autorizar procesos ante el empuje ciudadano, pero sin desarrollar controles de calidad en los procesos y sus resultados, y sin seguir los estándares internacionales.

Otras trabas con las que se han encontrado los trabajos exhumadores es la dependencia de los financiadores. Por ejemplo, la FAFG y la ODHAG vieron apoyado su trabajo por el Programa Nacional de Resarcimiento (PNR), dependiente de los cambios de gobierno y de las nuevas autoridades que lo dirigían. Las constantes interrupciones, caracterizadas por la falta de estrategia y la inexistencia de estabilidad a largo plazo, hacen imposible la concreción de las recomendaciones en torno a unas exhumaciones correctamente supervisadas, eficientes y con las máximas garantías, como se pedía en los informes.

Si se tiene en cuenta la auditoría social a la política de reparaciones presentada por el CAFCA, tendríamos que preguntarnos hasta qué punto se pueden alcanzar unas reparaciones de calidad si el organismo encargado de financiar los programas de memoria histórica obstaculiza tareas tan fundamentales en temas de resarcimiento como son las exhumaciones, entre otras. Impunity Watch resaltaba el viraje que se produjo en el seno de la Comisión Nacional de Resarcimiento, órgano encargado del programa. En 2005 su composición pasó de contar con representantes de organizaciones de la sociedad civil a estar integrado enteramente por funcionarios del ejecutivo. Fruto de ello, la auditoría presentada por el CAFCA destacaba que las normas y el funcionamiento del PNR violaban los principios internacionales en materia de reparación por violaciones masivas de derechos humanos; que se infringían las garantías de no repetición que demandaban los informes; que se excluía al pueblo maya aun siendo el principal afectado por el genocidio; que se les negaba a las mujeres el acceso al resarcimiento, habida cuenta de los casos de violencia sexual que produjeron las incursiones del Ejército, y que se detectaron indicios de corrupción y clientelismo, priorizando la atención a las organizaciones afines al gobierno de turno.

Tampoco se ha alcanzado a crear un banco genético para la búsqueda de personas desaparecidas, aun cuando el Estado está obligado a tal fin de conformidad con la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Molina Theissen y con las recomendaciones de la CEH. El mismo informe del Procurador de Derechos Humanos atestigua que los equipos forenses, en especial el FAFG, prosiguen hoy con las actividades de recolección de muestras de ADN necesarias para la correcta identificación de los restos humanos encontrados en fosas comunes, pero sin el apoyo estatal necesario y esperado.

En lo positivo, al constituir un derecho básico, resultó sumamente complicado que actores de poder ejercieran algún tipo de represión. Las reuniones de los familiares y miembros de las comunidades en el proceso de exhumación activaron formas organizativas que después serían útiles para reclamar justicia. De este modo, la autora afirma que ello ayudó a establecer coordinaciones a nivel local con las organizaciones de derechos humanos que apoyaron el proceso y, a escala trasnacional, con organizaciones de acompañamiento y cooperación. Más adelante, el informe de exhumación se constituiría como un elemento básico de cualquier proceso judicial.

Ante la falta del apoyo institucional, la sociedad civil ha sido la gran protagonista por su empuje y tesón a la hora de alcanzar la justicia que se le niega en la práctica.

Las organizaciones de la sociedad civil forenses no se limitaron solo a la búsqueda de los finados. En cumplimiento a lo dispuesto en los informes, proporcionaron apoyo psicosocial mediante la coordinación con asociaciones especializadas en ello. La recuperación psicológica de los familiares suponía una ayuda inestimable para la identificación de los cuerpos, mejorando su confianza para realizar entrevistas antemortem y tomar muestras de ADN. Se incluía, como no podía ser de otra manera, apoyo legal, asesoría y asistencia para tramitar las exhumaciones, todas ellas demandas expresadas por la CEH y la ODHAG.

Pero si echamos mano de las conclusiones del informe del CAFCA, el balance no es en absoluto positivo. El colectivo forense concluyó que no hay una voluntad política real por parte del Estado para otorgar certeza jurídica al programa de resarcimiento que saque adelante medidas relativas a estos procesos. A ello se suman los puntos finales del Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, que exhortaban al Estado a adoptar el proyecto de ley 35-90 para la creación de una comisión nacional de búsqueda de personas desaparecidas, y lamentó la ausencia de medidas para la creación de un registro único y centralizado de las mismas.

De la misma manera, todavía hay personas desaparecidas en otros departamentos que la CEH, como reconoció en su informe, no pudo contabilizar por falta de tiempo y recursos durante su mandato. La búsqueda de fosas comunes es una tarea impostergable y que precisa del apoyo del Estado, dado que los recursos y el despliegue con los que cuentan las asociaciones forenses y la sociedad civil no son suficientes.

En vista de lo expuesto y ante la falta del apoyo institucional, la sociedad civil ha sido la gran protagonista por su empuje y tesón a la hora de alcanzar la justicia que se le niega en la práctica. La falta de voluntad, la ineficiencia y la apatía mostradas por parte las instituciones estatales son evidentes: no se ha conformado una comisión nacional de búsqueda de desaparecidos ni un registro único de los mismos, y se somete a los interesados a pasar por complicados laberintos burocráticos.

En definitiva, queda mucho por hacer. El Estado ha de replantearse su estrategia en temas de memoria histórica, zanjar definitivamente las reparaciones que le debe a su propia población y comprender que sanar viejas heridas no es retroceder, sino avanzar.

ÁLVARO DÍAZ NAVARRO es licenciado en Traducción e Interpretación por la Universidad de Alicante y maestro en Relaciones Internacionales, Seguridad y Desarrollo por la EAE Business School, Barcelona, y la Universidad Autónoma de Barcelona. Fue colaborador de la Associació Catalana per la Pau en temas de cooperación al desarrollo y de Latinoamérica.

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