El «empate catastrófico» profundiza la crisis del proceso de integración

12 marzo, 2018 • Artículos, Latinoamérica, Portada • Vistas: 5248

Tomado de perfil de Facebook de Unasur

Matías Mongan

Marzo 2018

Con el fin de limitar el impacto de las asimetrías del sistema internacional, los procesos de integración en Sudamérica nacieron como herramientas de inserción que permitían aumentar el poder de negociación de los Estados pero sin restringir su autonomía, un elemento considerado clave para el interés nacional. En este marco se decidió descartar los esquemas de integración trasnacionales, tal como se desarrollaron en Europa, por considerar que los costos de ceder parte de la soberanía eran mayores en relación con los beneficios.

A diferencia del proyecto de integración europeo que tiene raíces liberales que hacen hincapié en la armonía y no en el conflicto, la integración sudamericana está moldeada por una percepción pesimista del orden internacional. Como lo plantea el neorrealismo, los constreñimientos de la estructura llevan a que los países periféricos se vean en la necesidad de integrarse para ampliar su capacidad de negociación externa ante las potencias. «De esta forma, los agrupamientos regionales serían la respuesta a desafíos exteriores traducidos en búsqueda de supervivencia o maximización de poder, y por ello pueden leerse en clave de política de formación de alianzas», afirma Kenneth Waltz (1979). Por otra parte, asegura también que los Estados se muestran renuentes a participar en proyectos de integración de largo alcance debido al temor de que sus ganancias relativas sean menores en relación a las de su eventual socio, quien a su vez puede ser un futuro contrincante. Esta lógica ha prevalecido durante las distintas fases del regionalismo sudamericano, ya sea durante el regionalismo abierto (entre 1990 y 2001), el regionalismo postliberal (entre 2003 y 2015) o el imperante regionalismo disperso (2015 en adelante), lo que a la postre hace aún más difícil poder sentar las bases de un organismo de integración eficaz y duradero.

A pesar de que la alianza entre Buenos Aires y Brasilia sirvió como motor de integración en la década de 1990, un proceso que pareció potenciarse aún más luego del «giro a la izquierda» evidenciado en la región a comienzos del siglo XXI y con la irrupción de actores emergentes como Venezuela que promovieron políticas exteriores expansivas. Lo cierto es que el celo por la soberanía y la constante lucha por «bienes posicionales» (autonomía, status, influencia política, porciones de mercado) impidieron profundizar la integración política y económica, así como poner fin a las asimetrías estructurales presentes en Sudamérica.

El excesivo énfasis en el intergubernamentalismo lleva a que el éxito de los «complejos de gobernanza regional» dependa en buena medida de la eficacia del poder blando de las potencias regionales. Durante la denominada fase postliberal, por ejemplo, la integración alcanzó un fuerte dinamismo gracias al liderazgo del presidente Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil, quien diseñó las bases de un esquema autonomista cuyo logro máximo fue la consolidación de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), un foro de gobernanza multinivel mediante el cual buscaba aumentar su poder de negociación y así consolidarse como potencia regional de aspiración mundial.

El excesivo énfasis en el intergubernamentalismo lleva a que el éxito de los «complejos de gobernanza regional» dependa en buena medida de la eficacia del poder blando de las potencias regionales.

 

Sin embargo, para que este tipo de iniciativas puedan prosperar resulta imprescindible cosechar el respaldo de los «poderes regionales secundarios», como los denomina Samuel P. Huntington, para lograr ampliar el consenso regional y limitar la influencia de actores externos en la región, sobre todo de Estados Unidos, a quien tradicionalmente se le ha visto como la principal amenaza para la autonomía de los países sudamericanos. Bajo este contexto, se entiende la decisión del Palacio Planalto de avalar el ingreso de una potencia media como Venezuela al Mercado Común del Sur (Mercosur), aprovechando la suspensión provisoria de Paraguay como consecuencia del golpe de Estado parlamentario perpetrado contra Fernando Lugo en junio de 2012. El gobierno brasileño a su vez tomó varias de las iniciativas impulsadas por Hugo Chávez y las instrumentó en el marco de la Unasur, pero siempre priorizando sus propios intereses nacionales.

A pesar de los avances alcanzados durante el periodo, el regionalismo posliberal estuvo plagado de elementos sin sentido que dejan en evidencia las vulnerabilidades en el sistema de integración sudamericano. Pese a la creación de nuevas instituciones para fortalecer los lazos políticos entre los países y presentar a la región como un «frente unido» para alcanzar mayor autonomía respecto al mercado y las potencias del norte; y más allá del voluntarismo retórico tanto de Chávez como del resto de los jefes de Estado lo cierto es que en ningún momento buscaron crear mecanismos institucionalizados de participación social o rendición de cuentas. Lo anterior evitó la construcción de un modelo alternativo de integración «desde abajo», con mayor apoyo ciudadano y mayor dimensión social (Serbin, 2011).

El denominado «populismo de izquierda» llevó al fortalecimiento de la diplomacia presidencialista, ya que, según esta óptica, los líderes son los encargados de representar y defender los intereses del pueblo. De esta forma, al igual que ocurrió durante el regionalismo abierto, el intergubernamentalismo se convirtió en una condición estructural que determinó las potencialidades y los límites de los esquemas de integración posliberales.

La afinidad ideológica de los gobiernos de la región, sumada al liderazgo de Brasil y a un contexto internacional totalmente favorable, contribuyeron a un fuerte activismo en el plano externo y posibilitaron que los países sudamericanos incrementaran su autonomía en los organismos internacionales. La facilidad para obtener consensos permitió reducir el margen de maniobra del gobierno estadounidense en la región y desarticular sus propuestas de apertura comercial tanto a nivel continental (por ejemplo, el Área de Libre Comercio de las Américas) como multilateral, donde el G-20 estuvo liderado por Brasil y desempeñó un papel clave para detener la estrategia liberalizadora que propugnaban Estados Unidos y Europa en la Ronda de Doha de la Organización Mundial del Comercio. Respecto a la política exterior venezolana, se puede concluir, junto a Raúl Bernal Meza, que el principal logro de Chávez fue haber fortalecido el funcionamiento político de los organismos regionales en detrimento de la mirada economicista que caracterizó a la fase anterior. Este posicionamiento facilitó el regreso de Cuba al sistema hemisférico, lo que luego llevó a la creación de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) en 2012. Más allá de la importancia de estos acontecimientos, la imposibilidad de desarrollar algún tipo de institucionalización concreta llevó a que a la integración entrara nuevamente en crisis a partir de 2015, luego que la permisividad internacional y el auge de las materias primas que los países sudamericanos disfrutaron durante casi 10 años llegara a su fin. Y así, repentinamente, toda la estantería se vino abajo como un «castillo de naipes».

La irrupción del populismo de derecha y su apuesta por el regionalismo disperso

El impacto de la última crisis económica y el «giro a la derecha» evidenciado en países como Argentina y Brasil llevaron a que la integración deje de ser una prioridad en las políticas externas, lo que a su vez provocó una parálisis de los organismos multilaterales creados durante el regionalismo postliberal. Lo anterior se ve reflejado en un claro ejemplo: la Unasur. Ya sin el liderazgo brasileño que le permitió posicionarse durante el periodo anterior como el principal foro de articulación política a nivel regional, la entidad se encuentra acéfala desde enero de 2017, tras el rechazo por parte de Argentina, Paraguay y Perú a extender la designación del expresidente colombiano Ernesto Samper al frente de la secretaría general del organismo. La imposibilidad de alcanzar un consenso entre los países miembros respecto a su sucesor llevó a que la actividad se reduzca a niveles mínimos, a tal punto que «en lo que va del año sólo 2 de los 12 Consejos Sectoriales se han reunido, y sólo para tratar cuestiones técnicas, vinculadas a educación y a infraestructura» (Gómez, Vollenweider, 2017).

Según el excanciller brasileño Celso Amorim, esta situación no es fortuita sino que es producto de las acciones de un conjunto de países (entre los que podemos destacar a Argentina, Colombia y Perú, todos exponentes del nuevo «populismo de derecha» que irrumpió con fuerza en la región a partir de 2015) que buscarían vaciar a la Unasur para reemplazarla por otro organismo más acorde a sus intereses liberales. «El hecho de no dar énfasis a un determinado proceso también lo debilita. No se necesita acabarlo formalmente, basta con no querer seguir resolviendo los problemas de América del Sur en la Unasur y llevarlos directamente a la Organización de los Estados Americanos», advirtió Amorim.

Los cambios de gobierno de los dos últimos años llevaron a que los Estados se alejen de las prédicas postliberales y promuevan una suerte de regionalismo disperso, el cual hace foco en el libre comercio y que se caracteriza por impulsar todo tipo de negociaciones de forma simultánea (tanto multilaterales como bilaterales), las cuales suelen carecer de objetivos claros y de una identidad común. Esta práctica comercial que fortalece las asimetrías entre el Norte y el Sur, a la que el economista Jagdish Bhagwati denominó spaghetti bowl, comenzó a instalarse en la región a partir de 2011 con la aparición de la Alianza del Pacífico. Bajo esta lógica, los acuerdos de integración deben actuar como coaliciones ad hoc orientadas a fortalecer la inserción de las economías latinoamericanas en los mercados desarrollados, todo anclado desde una óptica de suma cero.

Tanto los miembros de la Alianza del Pacífico como los gobiernos argentinos y brasileños suelen jactarse de llevar adelante una política externa «pragmática» y «desideologizada». Pero como señala el internacionalista José Antonio Sanahuja, lo cierto es que la misma suele presentar una fuerte carga discursiva para erigirse como una alternativa atractiva ante los mercados y los socios externos, como Estados Unidos y la Unión Europea, resaltando para ello las diferencias frente al denominado eje bolivariano. «Por ello, el académico Deltlef Nolte (2016) considera a la Alianza sobre todo como un ejercicio reputacional y de nation-branding mediante el regionalismo, que sería difícilmente imaginable sin la contraimagen del ALBA-TCP y la divisoria Atlántico-Pacífico» (Sanahuja, 2016).

Al igual que ocurrió durante el periodo anterior, la política exterior de los nuevos gobiernos liberales también hace un uso intensivo de las herramientas brindadas por el populismo, en especial la tendencia a dicotomizar el espacio político en una relación entre amigo y enemigo (Laclau, 2005). En este sentido, en los últimos meses los exponentes del regionalismo disperso arreciaron sus críticas sobre el gobierno del presidente Nicolás Maduro y anunciaron una serie de acciones políticas (como la Declaración de Lima y la suspensión de Venezuela del Mercosur) que tienden a profundizar el aislamiento de un gobierno que se ha mostrado incapaz de resolver la grave crisis económica que atraviesa el país en los últimos cuatro años. Esta avanzada discursiva encontró un fuerte eco en la Organización de los Estados Americanos (OEA) y a su vez fue recibida con entusiasmo por una oposición venezolana que nunca reconoció cabalmente a Maduro como presidente (recordemos las declaraciones de Henrique Capriles denunciando un supuesto «robo» del gobierno y desconociendo el resultado de las elecciones de abril del 2013) y que no ha escatimado en esfuerzos para paralizar al gobierno tanto desde el ámbito económico como político.

Estos hechos sirvieron para que el mandatario venezolano denunciara un complot de Estados Unidos y sus socios para poner fin a la revolución bolivariana. En el plano externo Venezuela también radicalizó su discurso y denunció el «vaciamiento» y la «paralización» de los organismos de integración regionales por parte de los gobiernos conservadores. Esta acusación fue respaldada por algunos mandatarios como Evo Morales, quien responsabilizó a los miembros de la Alianza del Pacifico de querer destruir la integración regional alcanzada en foros como el Mercosur, la Unasur y la CELAC.

Los bloques en pugna por el momento no tienen ningún tipo de intención de establecer canales de diálogo que permitan poner fin a la polarización que existe a nivel regional, lo que consolida una suerte de «empate catastrófico» que profundiza la crisis del proceso de integración. Esta dificultad de establecer consensos entre los populismos de «derecha» y de «izquierda» a su vez hace imposible encontrar una solución negociada a la crisis venezolana. La OEA fracasó en su reiterado intento por condenar al gobierno de Maduro a instancia de los países promotores del regionalismo disperso, mientras que la Unasur intentó avanzar un tibio proceso de mediación que rápidamente se derrumbó y que refleja la debilidad que atraviesa el organismo.

La OEA fracasó en su reiterado intento por condenar al gobierno de Maduro a instancia de los países promotores del regionalismo disperso.

 

A pesar de las amenazas y las sanciones, tanto a los miembros de la Alianza del Pacifico como a los gobiernos de Argentina y Brasil en realidad no les interesa ni les conviene sacar del poder a Maduro, ya que finalmente este es un personaje útil con el cual polarizar y, así, (según su óptica) dejar en evidencia las fortalezas de su modelo de inserción. Por su parte tampoco tienen intención de relanzar un proceso de integración profundo ya que consideran que los costos del mismo son mayores en comparación con los beneficios. Pero esta situación, alertan Durán y Maldonado, pone al proceso de integración sudamericano en una verdadera encrucijada que va a definir su futuro. «Si se opta por los acuerdos comerciales con los países más avanzados como marco básico para la inserción internacional -como ya han hecho Chile y México con sus respectivos acuerdos con Estados Unidos y la Unión Europea- será necesario dar un nuevo contenido y enfoque a la integración regional, o esta se tornará irrelevante» (Durán, Maldonado, 2005).

Mientras el gobierno brasileño apoya con ahínco la flexibilización de los acuerdos comerciales regionales, el presidente argentino Mauricio Macri, por su parte, no parece muy seguro debido al temor que las ganancias relativas sean menores en relación a las de su socio. Por ello insiste en la necesidad de seguir negociando los acuerdos comerciales del Mercosur en forma conjunta.

De forma paralela, el gobierno argentino fortaleció su poder blando con la ilusión de poder posicionarse como potencia regional aprovechando el declive brasileño. A pesar de que esta decisión cosechó un fuerte respaldo de Estados Unidos y la Unión Europea, el mandatario se muestra renuente a establecer algún tipo de diálogo con los representantes del bloque populista de izquierda, lo que limita su capacidad de influencia. Aunado a esto, la Casa Rosada parece empecinada en profundizar su faceta populista y confrontativa, a tal punto que actualmente baraja la posibilidad de abandonar la Unasur debido al rechazo de los gobiernos de Bolivia, Cuba, Ecuador y Nicaragua a respaldar la candidatura de José Octavio Bordón como secretario general del organismo. Esta decisión sin dudas produciría fuertes repercusiones a nivel regional y serviría para profundizar el «empate catastrófico» y la descomposición del proceso de integración latinoamericano.

MATÍAS MONGAN es licenciado en Comunicación Social y maestro en Relaciones Internacionales por la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP). Ha trabajado en distintos medios periodísticos, tanto escritos como radiofónicos. Actualmente realiza la maestría en Derechos Humanos, Interculturalidad y Desarrollo por la Universidad Pablo de Olavide (UPO) en Sevilla, España.

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