Crónica de una contrarrevolución anunciada

16 marzo, 2018 • Medio Oriente, Opinión, Portada • Vistas: 7987

EFE

José Ciro Martínez

Marzo 2018

El día en que murió, Ibrahim se levantó a las 4:00 de la mañana para esperar el automóvil en que llegaría el comandante de su batallón. 3 días antes, me había confesado que en esas semanas estaba viviendo los momentos más difíciles de la guerra que había destruido su país. Era diciembre de 2016 y las fuerzas del régimen sirio de Bashar al Assad continuaban su asedio de la ciudad antigua de Alepo, patrimonio de la humanidad. Desde julio de 2012, la ciudad antigua había sido un foco para las fuerzas de la oposición, cuando un conjunto de grupos armados bautizados con el nombre de Ejército Libre Sirio lograron derribar las fuerzas del régimen sirio en el barrio. «Siempre soñó con otro país», me dijo, una semana más tarde Yusuf, su compañero de la Universidad de Damasco, donde los tres coincidimos como estudiantes a principios de 2011. «Eso fue lo que Ibrahim perdió al final. La ilusión de que otra Siria, otra manera de hacer política, fuese posible.»

El pueblo sirio, constituido en su mayoría por obreros en la amplia economía informal, pequeños agricultores y la población marginalizada de las ciudades, no solo se tomó la tarea revolucionaria en serio, sino que lo hizo con gran ilusión, optimismo y entusiasmo. A partir de las protestas pacíficas que comenzaron en marzo de 2011, sus integrantes desplegaron una visión política contraria a la dictadura secular del régimen que los oprimía desde 1963 y a la del islamismo reaccionario con quien les tocó combatir a la misma vez. Algunos convocaron elecciones, otros formaron núcleos espontáneos de resistencia civil que se transformaron en entes gubernamentales, íntimamente involucrados en el diario vivir. Pero repetidamente, en momentos cruciales de la insurrección, los organismos e instituciones locales formados por la ciudadanía con miras a ampliar la revolución y reemplazar el estado autoritario no pudieron negociar en igualdad de condiciones con los grupos armados que hoy dominan el escenario político del país. Fuerzas extranjeras aseguraron su fracaso. Prefirieron la vía militar y los barullos geopolíticos que los ejemplos democráticos y revolucionarios que resonarían en toda la región. Hoy, los estragos que sufre el pueblo sirio son apenas el principio de la autopsia que nos vemos obligados a llevar a cabo dada la sangrienta tragedia que tiñe al país. Y la culpa no recae solamente en los sospechosos de siempre.

Muchas de las fuerzas de la izquierda en Latinoamérica, aliados íntimos de los gobiernos cubanos y venezolanos, sustentaron la tesis que lo que había ocurrido en Siria era realmente una revuelta sediciosa. El conflicto giraba alrededor de una «lucha contra el terrorismo«, en donde el gobierno sirio solo buscaba defender su «soberanía e independencia política» frente a las fuerzas imperialistas y sionistas. Los reclamos de aquellos sirios, la gran mayoría de orígenes proletarios, que se movilizaron en contra de la dictadura neoliberal opresiva de Al Assad, recibieron escasa consideración de parte de la izquierda latinoamericana. Fue más fácil describirlos como «marionetas yanquis» o terroristas peligrosos que buscaban acabar con un supuesto aliado en la lucha contra la hegemonía de la superpotencia estadounidense.

Yassin al Haj Saleh, uno de los intelectuales disidentes más conocidos del país, reclama otra lectura del conflicto. Saleh expone con gran precisión y contundencia las falacias contagiosas presentes en la gran mayoría de los análisis de lo sucedido en Siria. En su libro más reciente, Revolución imposible, este examina la ideología del Partido Baath que gobierna su país desde 1963, analizando a su vez las distintas fases de la revolución y detallando su declive hacia el sectarianismo.

En cuestión de meses, lo que comenzó como una protesta espontánea en contra de un régimen dictatorial tomó un impulso violento del cual no se recuperaría.

 

Nacido en 1961, Saleh se afilió al Partido Comunista durante sus años como estudiante en la Universidad de Alepo. Arrestado por criticar al presidente Hafez Assad, padre del Presidente actual, vivió 16 años en las prisiones más terribles de la dictadura. Después de su encarcelamiento, acabó sus estudios de medicina donde conoció a su futura esposa, Samira al Khalil, que también fue encarcelada en las mazmorras del régimen. En octubre de 2013, mientras lo perseguían fuerzas del régimen, Saleh huyó a Turquía con la esperanza de que su cónyuge lo acompañaría pronto. En diciembre de ese mismo año, su esposa y tres camaradas fueron secuestrados, probablemente por el grupo Jaysh al-Islam (el Ejército del Islam), que para ese entonces controlaba al pueblo de Douma, en donde ella residía. Para Saleh, como para muchos otros activistas que buscaban derrocar a Al Assad y reemplazarlo con un gobierno democrático, este fue un momento crítico: «Nunca se nos ocurrió que podría haber una amenaza más peligrosa a sus vidas que las bombas del régimen», escribe Saleh. Su tragedia personal le permitió resurgir como una voz auténtica que buscaba entender cómo la revuelta progresista que él mismo había apoyado, acabó en una guerra civil sin cuartel.

¿Qué sucedió? El dinero extranjero, la crueldad del régimen y las repetidas fallas de actores externos aseguraron el triunfo de fuerzas reaccionarias.

A principios de 2012, el régimen de Al Assad puso en claro su desinterés por las negociaciones políticas con las organizaciones que entonces componían la oposición interna a su gobierno. En cuestión de meses, lo que comenzó como una protesta espontánea en contra de un régimen dictatorial tomó un impulso violento del cual no se recuperaría. Fuerzas rebeldes se apoderaron de territorios dispersos a lo largo y ancho del país, el régimen se retiró de las provincias kurdas mientras activaba a sus milicias en vecindarios multireligiosos, fomentando así la lógica sectaria que hoy caracteriza el discurso de las fuerzas yihadistas. Poco a poco, el conflicto concentró los esfuerzos reaccionarios de las monarquías conservadoras de la región, que temían el triunfo de la oposición secular y revolucionaria, tanto o más que al mismo Al Assad.

A partir de 2013, el reino saudí se convirtió en el principal apoyo financiero y político de la oposición. Otras monarquías pronto se unieron al esfuerzo de financiación con la intención común de espantar el potencial democrático y revolucionario de la sublevación siria. Como demuestran Hassan Hassan y Michael Weiss y enfatiza también Saleh, pocos han considerado la manera en que, dada la miseria y la falta de recursos que los afligía, muchos combatientes naturalmente inclinados hacia el nacionalismo y el secularismo se encaminaron hacia la radicalización. Una guerra financiada por terceros, con metas cuestionables, suscitó esta transición. Ya que la repugnancia hacia la democracia y al socialismo aflige tanto a las dictaduras reaccionarias de la región como al propio régimen Al Assad, era de esperarse que el eje más reaccionario, las monarquías petroleras del golfo Pérsico, contribuyeran de forma exponencial a expandir el fundamentalismo entre los movimientos que constituían la oposición. Con dinero y armas apoyaron todo tipo de milicias, siempre con la condición de que adoptaran la bandera del Islam y el yihad.

Durante los próximos 3 años, el emirato de Catar, el reino saudí y la República de Turquía compitieron por apoyar diversas milicias y batallones que componen la totalidad del arco del fundamentalismo islámico, desde el salafismo conservador a la hermandad musulmana y el yihadismo violento. Estos tres poderes, los ejes del despotismo regional, divisaron estrategias para espantar las demandas radicales, progresistas y emancipadoras que se manifestaron en la Primavera Árabe. Cantidades desconocidas, pero seguramente exorbitantes, fueron consignadas a financiar la formación, el entrenamiento y la distribución de material a entidades paramilitares que no buscaban ni pretendían aliviar las necesidades básicas o los reclamos políticos de aquellos que decían representar. En lugar de obligar a Al Assad a buscar alguna solución pactada a la violencia generalizada que aflige el país, las intervenciones de actores externos permitieron al dictador obstaculizar cualquier negociación. Además de contribuir a la destrucción total del orden político que existía antes del conflicto, posibilitaron la irrupción de algunas dinámicas que permitieron al régimen sobrevivir el aislamiento que, en un momento, prometía su colapso inminente.

Mientras la militarización del conflicto avanzaba rápidamente, la sustentabilidad y legitimidad de las estructuras de la oposición civil quedaban resquebrajadas. Sometidos a bombardeos constantes y atrincherados en zonas bajo estado de sitio, la escasez de recursos llevó a algunos de los comités de coordinación local a someterse a la influencia de grupos armados, dada la imposibilidad de mantener su independencia de aquellos que buscaban consolidar su autoridad sobre el terreno. Otros movimientos sencillamente suspendieron sus labores sociales, económicas y políticas. Los efectos, como era de esperarse, fueron devastadores para la sustentabilidad de la insurrección.

Cuando la oposición secular y democrática pidió ayuda externa para evitar la destrucción de ciudades y la masacre de ciudadanos, sus peticiones solo fueron recibidas con desprecio y severas condenas por la misma izquierda antiimperialista que ensalzó desde siempre los valores de la participación a nivel local. Muchos en esta izquierda han callado o incluso aprobado la intervención rusa a favor del régimen de Al Assad que comenzó en octubre de 2015 y que excede con creces la intervención de los poderes occidentales. Grupos terroristas en contra de un régimen secular o fuerzas reaccionarias frente a un eje de la lucha antiimperialista son dos de los epítetos que vociferan estos profetas en muchas partes del mundo.

Durante años, no hemos podido elevar nuestro análisis más allá de estas consignas vagas e imprecisas. Nuestras solidaridades políticas han sido dominadas hasta hoy por un sinnúmero de fundamentos lineales y principios poco lúcidos, apoyados por el discurso de algunos regímenes políticos atacados por la ansiedad y la paranoia. Nos sorprendía que ciudadanos de países supuestamente implicados en la lucha antiimperialista pidieran pan, libertad y justicia social, grito que resonó con fuerza durante las primeras protestas en Dar’a, Damasco y Homs. Preferimos permanecer en la zona ambigua de la información, ignorando así las condiciones políticas y económicas que destaparon la revuelta de ciudadanos condenados a vivir en un país donde solo vale una persona: el dictador Al Assad. Con los revolucionarios sirios tropezamos en el primer escalón: el no reconocer las condiciones contra las que luchaban, prefiriendo siempre atribuir sus acciones a conspiraciones tramados en el Pentágono. La estrategia del régimen sirio fue clara desde el principio y ampliamente divulgada por sus milicias (shabeeha): «Al Assad o quemamos el país (Assad aw nahraq al-balad).»

Y eso mismo han hecho. La guerra ofreció al régimen un medio para transformar el orden político. Mientras destruía el entorno en donde operaban sus oponentes, los bombardeos aéreos y los asedios dejaron al régimen sin una contraparte con quién negociar. La destrucción física y social del país contribuyó a que el régimen controlase el regreso de las poblaciones desplazadas y las colocase en posiciones de dependencia con respecto al Estado mientras forzaba la distribución de ayuda humanitaria internacional por medio de viejos y nuevos aliados en Damasco y Lataquia. También, obligó a la comunidad internacional a tratar con el régimen sirio para resolver la crisis masiva de refugiados que inquietaba enormemente a la Unión Europea, al parecer mucho más que el sufrimiento de los sirios que todavía viven en su país.

Mientras la militarización del conflicto avanzaba rápidamente, la sustentabilidad y legitimidad de las estructuras de la oposición civil quedaban resquebrajadas.

 

El régimen, conocedor de sus propias limitaciones, no tuvo otra opción que destruir las mismas ciudades que hoy desea gobernar. Alepo, en donde yace el cadáver de Ibrahim, es quizás el paradigma de esta estrategia, siendo una ciudad que el régimen solo pudo recobrar después de que una mayoría aplastante de sus barrios fueron arrasados por el asedio y el bombardeo, destrucción que muchos han comparado con Stalingrado. Los rebeldes tuvieron pocas posibilidades de sobrevivir, superados en recursos humanos y militares por un gobierno con poder aéreo y fuerzas rusas e iraníes que lo respaldaban.

Marzo de 2018 marca el fin efectivo del conflicto en Siria. La masacre indiscriminada de civiles bajo los bombardeos de la aviación siria en la periferia de Damasco (Guta Oriental), insurrecta desde el 2012, no permite otra lectura. A través de los cercos y los bombardeos el gobierno de Al Assad ha consolidado su poder en las urbes principales del país. Los primeros indicios hacia una transición política confirman que el dictador sirio mantendrá su posición en el poder. Estados Unidos y Turquía que, en su día habían insistido en la partida de Al Assad del poder como requisito fundamental para solucionar el conflicto, hoy reconocen que probablemente se mantendrá en la presidencia por muchos años más. La revolución con la que Saleh soñó ha fracasado, y las hostilidades que generó llegan a un final tan amargo como inevitable.

Saleh nos llama a considerar los factores que contribuyeron al declive de las fuerzas revolucionarias. Nos obliga a contemplar la obsesión, sin querer justificar sus excesos o ideología, con el Estado Islámico, dado que el régimen y sus aliados han liquidado y desplazado a millones de sirios que no militaban ni simpatizaban con el Estado Islámico o Daesh. Nos exige solidaridad política con los activistas que buscaron transformar su país y que hoy reclaman su liberación tanto del salafismo yihadista como de Al Assad: «dos lados de un único proceso de destrucción nacional». Debido a su trayectoria e integridad, Saleh quizás pueda convencer, aunque con mucho atraso, a algunos en la izquierda de otros países de que la sublevación en la cual participó no fue una conspiración occidental para derrocar a un gobierno antiimperialista, como muchos hoy todavía creen.

Yusuf vive hoy en un campo de refugiados en Turquía. Entre sorbos de café, evoca por Skype las tardes que pasábamos con Ibrahim en la universidad, en donde se discutía de política solo en voz baja, lejos de los oídos indiscretos de los agentes de la dictadura que infiltraban el recinto universitario. «Fuimos muy idealistas», me confiesa, «pensábamos que la represión y la crueldad del régimen eran obvios e indiscutibles». «Y ahora, ¿a dónde?», le pregunté, tratando de cambiar el tema. «Lejos de aquí», me contestó. «La revolución murió. Nuestro país que se lo peleen otros.» Otra Siria ya no es posible.

JOSÉ CIRO MARTÍNEZ es estudiante doctoral en Ciencias Políticas en la University of Cambridge e investigador externo en el Instituto de Estudios Sociales Avanzados (IESA) en Córdoba, España.

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